La sartén por el mango

jueves, agosto 30, 2007

Abasto, mi nuevo favorito

Hace mucho tiempo, se los aseguro, no conocía un restaurante tan especial como Abasto y, paradójicamente, la culpa la tuvo un lugar vecino, Amarti Café. Ocurrió que al llegar a Amarti una de estas frías noches, me encontré con que, como ya es costumbre, no guardaron mi reserva. Ante la displicencia del pésimo servicio de este lugar (los meseros parecen entrenados por la Gestapo), di media vuelta y me marché con el hambre al hombro. En ese justo instante se me vino a la cabeza Abasto, un nuevo restaurante en Usaquén, a cuadra y media del parque.

Es así como, gracias a Amarti y sus continuos desplantes, encontré mi nuevo favorito en esta zona de Bogotá. El local es amplio y las mesas están suficientemente separadas unas de otras, lo cual es de aplaudir. Incluso, cinco o seis de ellas se ubican en sitios íntimos y reservados, como la de la chimenea, la de la trastienda o la de la terraza. El tema, como su nombre lo indica, son las plazas de mercado, y es realmente consecuente con esta idea: los uniformes de los meseros (amabilísimos, por cierto), son como el de lo vendedores de Corabastos, en la trastienda hay una alacena a la vista y un mercadito de productos frescos como quesos y postres, y los individuales están elaborados con el papel en el que llevan las cuentas los vendedores de la plaza. La música es lo único que no concuerda: a cambio de tanto lounge no quedarían mal bambucos, pasillos y una que otra de Jorge Velosa.

Las cartas son breves pero bien pensadas. Entre los vinos elegí un mendocino Clos de los Siete Corte 2005, rotundo y poderoso, que acompañó con elegancia lo que vendría luego. Primero, unas aceitunas griegas marinadas ($5.500), verdes y negras, regordetas todas. Luego, las empanaditas de maíz con pollo al mole ($7.500), cuatro de ellas, tostaditas y de buen sabor. En seguida unas croquetas de queso con hierbas y prosciuto. De éste último muy poco, generosas en queso, de interior cremoso y acompañadas con una salsa a la que le faltó actitud.

Probé también los pulpitos a la parrilla ($16.400) con sal gruesa sobre ratatuille y con aceite de chile chipotle. Maravillosos, de un sabor increíble y con el crunch inesperado de los granos de sal. En cuanto al ratatuille que los acompaña, es perfecto para comer con el pan de la casa que, por cierto, no podría estar mejor. Para terminar, llegó a mi mesa un ceviche mexicano de camarón ($16.500) cuya abundancia me dejó perplejo. Muy ácido para mi gusto, pero en su perfecto punto. Y de postre, una lujuriosa torta de chocolate Santander con almendras ($6.400), bañada en salsa y con helado de vainilla de primera calidad.

Para resumir, encuentro admirable la idea de Abasto en cuanto al ambiente que propone, alejado de pretensiones y espejismos, y también en lo que respecta a su cocina fresca, del día, orgullosa y sin falsas vanidades. Es un lugar cómodo, amable, cálido, y al mismo tiempo es alegre, emocionante, exuberante, como suelen ser las plazas de mercado. Ante este emocionante descubrimiento, entonces, no puedo hacer otra cosa que agradecer a Amarte por su último desplante, ¡y bienvenido Abasto!

Abasto
Dirección: Carrera 6 Nº 119B-52, Bogotá.
Teléfono: 215 1286.

teodoromadureira@hotmail.com


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sábado, julio 14, 2007

El Herbario, la avanzada paisa

Empieza Colombiamoda, quizá una de las semanas más importantes para la economía de Medellín. La ciudad se llena de visitantes hasta el cerro de Nutibara, hoteles copados, discotecas a reventar y restaurantes… suerte si consigue una mesa. En fin, es el evento de moda y de la moda en Colombia, y ya entrados en gastos, no hay mejor oportunidad para verificar de primera fuente el avance culinario en esta ciudad.

A todos los que van a Colombiamoda, entonces, les quiero recomendar El Herbario, que es para mí el restaurante más interesante de la capital antioqueña. Para empezar, su espacio físico es increíble. El arquitecto Agustín Zuluaga fue el encargado de darle a este lugar un atmósfera cálida, moderna y cómoda, casi deslumbrante, con una barra espaciosa, buena separación entre mesas y un segundo piso con sofás para una cena un poco más relajada.

Pero lo verdaderamente interesante es lo que pasa en los fogones de El Herbario. El concepto –y me encantan los restaurantes con un concepto sólido detrás- es el tratamiento de las hierbas frescas: tomillo, laurel, orégano, romero… Esos aromas y sabores que en muchos otros lugares son injustamente relegados. ¿Qué tipo de cocina ofrecen? No lo sé. Hay influencia francesa, criolla, italiana y oriental, pero no están casados con ninguno de estos estilos. Están casados, eso sí, con los aromas que las hierbas y las especias aportan a la comida. Como ejemplo, los pulpitos cocidos en aceite de romero y servidos en una reducción de panela, cuyos sabores combinan extrañamente bien, o los espárragos salteados en mantequilla de orégano y servidos sobre una canasta de parmesano y con salsa de queso azul. Estas entradas son exquisitas.

En los fuertes, el mero cocido entre hojas de vijao y con salsa de leche de coco es maravilloso. Me encanta el sabor que aporta la hojarasca y los aromas que despide este plato al llegar a la mesa. El mero, por supuesto, en su justo punto de cocción, jugoso a más no poder. También resalto los langostinos regordetes y flambeados con aceite de ajonjolí y tequila reposado, que luego llevan a la mesa acompañados con trocitos de mango biche y yuca frita. Se siente el tequila y el ajonjolí, que aportan un poder delicioso al sabor yodado de los langostinos.

En la carta cada plato está debidamente explicado (falta traducción al inglés), y se sugieren los maridajes para sacarle el máximo jugo a una oferta de vinos bien seleccionada. Los postres están muy bien, y es necesario guardar la compostura en las entradas y los fuertes para llegar hasta ellos. La atención le hace honor a la amabilidad paisa, es discreta pero cálida. El Herbario es, entonces, una de las más interesantes propuestas que he conocido en Medellín, y esta semana de moda y fiesta bien vale la pena reservar para vivir una experiencia muy diferente que, ojalá, llegue algún día a Bogotá.

El Herbario
Dirección: Carrera 43D Nº 10-30, Medellín.
Teléfono: 311 2537.

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jueves, abril 26, 2007

Suruba, un carnaval para compartir

Suruba significa, en portugués, orgía. Buen nombre para este restaurante en la Zona G de Bogotá, porque gastronómicamente es eso lo que ofrecen: un festín, un carnaval, una orgía a manteles. La idea en este local es que se ordenen cinco o seis platos en dos o tres tiempos, todos al centro de la mesa, para compartir entre los comensales.

Mi primer tiempo, acompañado con un Misiones de Rengo Reserva, empezó con un enorme portobello apanado y relleno con brie ($11.000), bañado con jugo de pimentón y coronado con hojas de fresquísima rúgula. Por fuera es crujiente, mientras por dentro el brie se derrama provocativo y cremoso. Junto al portobello llegó un magnífico pollo del general Tso ($16.000) con consistencia esponjosa gracias a la cual absorbe la salsa agridulce con marañones enteros y cascos de mandarina ácida. Este plato es casi, casi perfecto, con un equilibrio de sabor adecuado y una textura fantástica.

Segundo tiempo: un filete de salmón ahumado en cedro con miso y ajonjolí ($19.000), con el breve sabor del humo, dulzón gracias al miso y perfectamente cocido. Un detalle de aplaudir es que también presentan un trozo de piel tostado y de indudable y definitivo sabor a pescado. Al mismo tiempo, tres langostinos regordetes apanados con yuca y acompañados con suero de ají, que suenan mejor de lo que son: el sabor es algo grasoso y el perejil picado opaca el gusto yodado de los langostinos.

Tercer y último tiempo: pinchos de conejo ($16.000) con harisa, una salsa fortachona y especiada, y tabbouleh verde elaborado con aceite de oliva de primera calidad. Con sólo recordar el sabor de ese conejo mis papilas gustativas arman orgía (o suruba) en mi boca. Y para terminar este carnaval sobre la mesa, un NJ Cheesecake que trae su crema de queso separada y sobre una deliciosa galleta de nueces, y decorado con hilos de chutney de frutos rojos con un leve y maravilloso fondo picante. Cada bocado de este postre, uno de los más sorprendentes que he probado últimamente, me trajo recuerdos de los días más felices de mi niñez. Es una golosina. Juro que no dejé ni el más mínimo rastro en mi plato.

Lástima que no tenían música en esa linda terraza, porque fue el único lunar de una experiencia del todo interesante. La atención casi ni se siente, pero porque uno no tiene que pedir nada. Los meseros son amables, atentos y rápidos, sin que su presencia arme alboroto. El anfitrión, Tomy, es un simpático indonés que en su mediano español atiende con la típica reverencia oriental. Y la propuesta de platos al centro de la mesa es adecuada: las porciones son suficientes y de esta manera uno puede probar gran parte de la carta sin salir empachado. Además, si la cena es entre amigos, el concepto de compartir hace más divertida la experiencia. Entonces, ya entiendo porqué llamaron Suruba a este restaurante, y estoy completamente de acuerdo.

Suruba
Dirección: Calle 69A Nº 4-40, Bogotá.
Teléfono: 312 2939.

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jueves, abril 19, 2007

El tsunami mexicano

Tsunami, pero no por arrasador sino por catastrófico. Así es El Techo, un nuevo restaurante de cocina mexicana clásica ubicado en el último piso de El Retiro, un centro comercial que milagrosamente se ha convertido en epicentro gastronómico. El local es enorme, con más apariencia de centro de convenciones, y un tanto frío, especialmente en estas noches heladas que padece Bogotá. Y he leído que lo decoró Mercedes Salazar, una célebre joyera. Pues se nota: el diseño es magnífico, incluyendo las cartas que son obra de Miguel Albadán. Qué bueno empezar a ver buen diseño en los menús de algunos restaurantes y no esas feas hojas a las que nos tienen acostumbrados.

Pero digo aquello del tsunami mexicano porque pocas veces he padecido una atención tan caótica. Fueron tantos sus desaciertos que prefiero abstenerme de enumerarlos. Mejor vamos a la mesa con un trago de tequila servido en una copa a punto de hielo y otro de una sangrita espesa y fortachona. Y hablando de tequilas, en este lugar tienen 14 referencias entre blancos, reposados y reservas de familia. En cambio, noté la carta de vinos algo desacertada y ambiciosa. Yo acompañé mi cena con un Escorihuela Gascón Malbec Gran Reserva, que importa Julio Eduardo Rueda, servido en copas que para nada son las ideales.

La cocina de El Techo es mexicana asombrosamente clásica, muy alejada del soso tex mex que se volvió comida rápida en todo el mundo. Por eso, promete. Tienen mixtote de pollo, arroz a la tumba, albóndigas, tacos al vapor, tinga de res, sopa de caldo de fríjol, barbacoa (pernil de cordero con salsa borracha), pescado TikinChic… en fin. Como en Los Morales. De entraditas, las garnachas de cerdo con mole verde en coquitas de maíz ($9.900), simplonas y sin impulso, aunque con un queso blanco maravilloso. Luego vinieron los palitos de arroz rellenos con huitlacoche ($9.900), riquísimos y con un guacamole suave y cremoso. Y finalmente el tamalito de camarón que resultó espectacular: dulzón, con el sabor del maíz fresco y acompañado con frijoles refritos.

Pero luego viene el maremoto. De plato fuerte unas enchiladas de pato desmechado y salteado con epazote y orégano, y con su salsa de tomates y chile ancho ($21.900), carente de pique y actitud. Nada, pero nada de nada. Y unos tacos al vapor con camarones y achiote, envueltos en hojas de plátano y acompañados con crema agria y salsa de chile pasilla, que si hubieran llegado mi mesa podría comentarlos. Así es de catastrófico el servicio, que los platos no llegan. Y no ocurrió sólo en mi mesa.

Los meseros se esfuerzan, pero no lo logran. El resultado es un comedor caótico, estresante y desordenado. Para completar, la música parece de fiesta de quince: pica. Si no hubiera entrado un mariachi casi a media noche, me lanzo por la ventana, lo juro. Pero esto es cosa mía, porque las celebridades que me topé esa noche parecían disfrutar la mezcla de pornosalsa con tecno duro y puro. Por un momento me sentí comiendo en la alfombra roja de los premios Tv y Novelas. Cuando esto ocurre no hay más remedio que pagar y huir, si es que algún día llevan la cuenta.

Si va a El Techo, ármese de paciencia y tómese un par de tequilas antes de ordenar. Dirán que es nuevo y que por esto se le perdonan los deslices, pero yo creo que eso es sólo una disculpa pues cuando un restaurante abre sus puertas se asume que su funcionamiento ya es perfecto. El resto es improvisar, y eso a un restaurante de esta categoría no le queda bien.

El Techo
Centro Comercial El Retiro, cuarto piso, Bogotá.
Teléfono: 610 8195.

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miércoles, abril 18, 2007

Felicidades, don Pedro

Todos tenemos nuestras cosas. Yo, por ejemplo, cuando entro a un expendio de alimentos me vuelvo un loco, como un niño en una dulcería o, qué sé yo, como un amante de los carros en un almacén de Rolls Royce. Y digo 'expendios' porque así abarco desde una plaza de mercado de pueblo, que para mí es una experiencia desbordante, hasta las más finas y encumbradas boutiques para gourmets llenas de productos que, en proporción, valen lo que un Rolls Royce.

Entre los locales de alimentos que más me gustan está La Huerta Cajicá. Se trata de un supermercado de productos importados de España: vinos, licores, turrones, enlatados, quesos, aceitunas, frutos secos, arroces… en fin. Parece una de esas viejas tiendas de abarrotes en la plaza del pueblo, llenos de piso a techo con infinidad de latas, cajas, bolsas y sacos. Pero cuidado, porque debo advertir algo antes de continuar: una vez usted ponga un pie dentro de La Huerta Cajicá, su cuenta bancaria sentirá el efecto, porque no podrá salir sin un mercado completo. Yo, por ejemplo, voy atraído por las aceitunas que elaboran allí mismo, carnudas y con aromas a laurel, y no puedo dejar de comerlas, pero siempre salgo con mucho más que eso.

En materia de carnes, como es de suponer, La Huerta Cajicá es un carnaval. Hace poco pasé por allí buscando arroz bomba para preparar una buena paella y unos mejillones encurtidos que son mi vicio, y me mostraron una pierna completa de jamón ibérico de bellota. Ante esto, no puede uno otra cosa que guardar silencio y contemplar. Una pieza de este linaje merece respeto, ceremonia.

Pero lo más interesante de La Huerta Cajicá no está en su fantástica dotación de jerez, chorizos y chipirones rellenos, sino en la persona que está detrás de todo esto y que motiva el tema de esta columna. Se llama Pedro Rincón. Don Pedro. El jueves pasado celebró los 50 años de su llegada a Colombia, cuando Rojas Pinilla trajo al país una avanzada de 133 españoles expertos en diferentes materias para que educaran a los locales. Don Pedro es técnico agricultor, nacido Sotodosos, en la provincia española de Guadalajara, y en Bogotá se convirtió luego en importador de productos de su tierra. Con un solo dato se puede resumir su relación con la gastronomía y los placeres de la vida: a los 14 años era un experto catador de vinos. Y hablando de vinos, hay que ver los que don Pedro importa de manera exclusiva, como los Paternina, la famosa sidra Gaitero y la cava Joan Raventós, entre otros.

Es un tipo particular don Pedro. Un gran amigo, dicen de él sus compañeros de debates futbolísticos, y un buen conversador. Si digo que la mitad de su clientela va a La Huerta Cajicá sólo por verlo detrás del mostrador con un Marqués de Murrieta en la mano, no exagero. Siempre saluda y atiende como si fuera el anfitrión de una reunión íntima. Habla claro con su voz ronqueta, le dice al pan pan y al vino vino, y lleva su vida con la sabiduría del campesino. Es un tipo particular, digo. Tanto como su negocio.

Pues felicidades, don Pedro, que de seguro celebró entre amigos, hablando de fútbol y despachando una botella como le gusta: clarete pero con el cuerpo de la uva. Yo, por mi parte, seguiré frecuentando este magnífico almacén ibérico, aún en contra de mi corto sentido común financiero. Es que uno no sabe. Un día de estos voy y salgo feliz, con una pierna completa de jamón ibérico en mi bolsa o algún Rolls Royce por el estilo.

Supermercado la Huerta Cajicá
Diagonal 125 Bis Nº 29-24 (entrada por el costado de Carulla).
Teléfono: 620 7969.

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Xocoatl y bagels

Conocí dos pequeños locales que me causaron una muy buena impresión, y por no tratarse de restaurantes formales decidí esta semana dividir mi columna para darles espacio de una sola vez. El primero es un expendio de bagels, que son esos panes con forma de rosca, de masa densa y con una corteza algo crujiente debido a que la masa se cocina en agua caliente antes de llegar al horno. Aunque su origen es polaco, los bagels se han convertido en un uno de los símbolos gastronómicos de Nueva York, y en Capital Bagels, el lugar del que les hablo, los preparan al mejor estilo Manhattan.

En este lugar tienen once clases de pan, incluyendo amapola, cebollín, ajo, semillas de cilantro y chips de chocolate. Con éstos, se puede armar sánduches utilizando diez tipos de queso crema y once carnes diferentes, como roastbeef, salmón ahumado, tocineta, atún o jamón serrano. Sin embargo, existen combinaciones muy interesantes ya diseñadas, como el bagel de semillas de cilantro con queso crema al curry y poyo teriyaki, el de amapola con queso crema al eneldo y salmón ahumado o el integral con queso crema de maní, albahaca y berenjenas asadas. Si se piden los bagels en combo (entre $10.000 y $16.000), vienen con papas chips caseras, enormes y crujientes, y una sopita de tomate, por ejemplo. Todo fresquísimo y muy natural. También tienen ensaladas y opciones para el desayuno, como el bagel de ajonjolí con huevos, jamón serrano y queso crema tradicional. ¿Y de postre? Un cinnamon roll, por supuesto.

El segundo local que quiero mencionar es Xoco, una boutique de chocolate cercana a la Zona T y cuyo nombre proviene de la palabra azteca Xocoatl y se pronuncia ‘shoco’. Al entrar por primera vez me sentí como en una de esas tiendas de finísimos cueros en las que exhiben, organizadas dentro de cajones, lujosas billeteras y cinturones exponencialmente más costosos que el pantalón que van a sostener. En realidad, esos cajones fueron diseñados para conservar en perfectas condiciones los cubitos de chocolate elaborados con cacao Santander, el único que se produce en Colombia bajo Denominación de Origen Controlada. Musicalmente, y me perdonan la comparación, uno de estos chocolates en la boca equivale a escuchar al oído la voz de Norah Jones: algo muy ‘mellow’, suave y estimulante.

Recuerdo que cuando vi por primera vez la película Chocolate (porque la he visto varias veces atraido por la sensual combinación de la hermosa Juliette Binoche con mucho chocolate), pensé que esas vitrinas llenas del más puro cacao eran un paraiso inexistente, como suelen ser los paraisos. Pues en Xoco el mito se hizo realidad: pequeños bocados de felicidad aromatizados con chile, pimienta, piña, mora, cardamomo, clavos y canela o jengibre, entre muchos otros sabores, que lo hacen a uno desear más y morder suavemente y compartir a brazos abiertos semejante alegría. Y los precios me sorprendieron aún más, considerando la finura de este proceso que acerca el arte de la chocolatería al de los joyeros: las cajas de nueve unidades seleccionadas al gusto valen $15.000. Esta suma, por un momento de fantasía gastronómica, es realmente poco.

Capital Bagels
Dirección: Calle 95 Nº 11A-54.
Domicilios: 753 7307, 285 2415.

Xoco
Dirección: Avenida Calle 82 Nº 11-78 Local 7, Bogotá.

teodoromadureira@hotmail.com

Exxus, el paraíso de las ostras

En la última edición de la revista Star, que edita Sterling Joyeros, encontré una nota oportuna y apetitosa sobre las ostras, ese bocado que carga tantos amores como odios. El artículo comienza con las siguientes palabras de Anthony Bourdain: “La tomé con la mano, apoyé la concha en la boca y la engullí sorbiéndola de un bocado. Sabía a agua de mar… a salmuera… a carne… y, de alguna manera, a futuro”.

No existe, creo, una mejor manera de descubrir la experiencia de comer una ostra fresca. Aparte de que es una referencia al pecado y el placer, un bocado con claras reminiscencias sexuales y uno de los alimentos a los que mayor poder afrodisíaco se les achaca, lo que hay detrás de su carne temblorosa es todo el sabor del mar para llevarlo a la boca.

A mí, las ostras sin más que limón para que resalte su delicioso sabor yodado. Sin embargo, no desconozco que si se les agrega un chorrito de salsa Worcester y tres gotas de Tabasco, lo perfecto se perfecciona aún más. No existe un bocado más puro y más placentero.

Y si es cierto que las ostras sugieren una idea sexual, Exxus Oyster’s Bar es como Sodoma y Gomorra y su propietario, Jair Melo, vendría siendo un proxeneta descarado y feliz. ¡Hay que verlo comer sus ostras! Además, Jair es el mayor importador de ostras vivas en Colombia. Eso significa que los animalitos crecen en los mares de Chile alimentados por las ricas corrientes del Polo Sur, y luego son transportadas desde tales lejanías en recipientes especiales y con cuidados extremos hasta que llegan a Bogotá, donde se sumergen en tanques que reproducen la temperatura y las condiciones marinas de su origen.

Lo que todo esto quiere decir es que a Exxus Oyster’s Bar las ostras llegan vivas y, digamos, contentas. Así que el resto es abrirlas, acomodarlas sobre una cama de hielo picado y destapar ruidosamente una botella de cava Codorniú, porque aquí es donde la fiesta empieza. Jair tiene su secreto para disfrutarlas, y debo decir que es bastante bueno: allí mismo, en la mesa, les pone jugo de limón recién exprimido, unas gotitas de Tabasco, algo de pimienta japonesa y una cucharadita mínima de una mezcla de salsa soya, wasabi, sake y miel. Y van a la boca de un golpe, sorbiéndolas sin mesura, con los ojos cerrados y mordiendo delicadamente para que dentro de la boca explote el sabor absoluto del mar. Después de esto, unas ostras Rockefeller, por ejemplo, que es una preparación famosísima en la que se deben hornear sin piedad, no es otra cosa que la ruina concertada de lo que la naturaleza ya entregó de manera perfecta.

Exxus Oyster's Bar
Dirección: Carrera 9 Nº 81A-09, Bogotá.
Teléfono: 321 0830.

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Cadaqués y sus inconsistencias

Tengo un problema con Cadaqués, y es que en ningún lugar como en éste he vivido tantas ilusiones pero al mismo tiempo tantos desencantos. Antes de conocerlo, escuché comentarios contradictorios: por igual me decían que era la gloria o el desastre, y ya creo entender la razón de tal ambigüedad. Cadaqués es, y me perdonarán la desatinada comparación, como un futbolista que juega un primer tiempo maravilloso pero en el segundo se dedica a llevar a pique a su equipo.

Me explicaré: de entrada me sorprendió el diseño, la decoración, la música y el buen servicio, con una anfitriona amable y sonriente y un grupo de meseros profesionales, atentos, desenvueltos y muy bien presentados. Luego conocí a María, la sommeliere, quien nos recomendó un rico Doña Paula Malbec 2005 Crianza. Raro es encontrar un restaurante en Bogotá que cuente con el servicio de un sommelier.

Ya listos para comer, llevaron a la mesa dos aperitivos en cuchara: un tartar de atún con espuma de limón de un ácido reposado que tendía al amargo de los limones viejos, y un mero en escabeche un poco seco y deshidratado pero de muy buen sabor. A continuación, una bandeja de panes artesanales hechos en casa que me dejó maravillado: de jamón serrano y mantequilla, de nueces, blanco y de aceitunas negras.

Las entradas son, a mi juicio, de muy buena calidad. Yo probé la longaniza y morcilla sobre una crema de fríjol blanco, tiernas al punto de deshacerse, de sabor campesino y especiado; y los farcelletes de hojas de acelga rellenas de mascarpone, piñones y pasas. Son una explosión en la boca, de sabor lechoso y con un crocante delicioso. También pasaron por mi mesa los raviolis de láminas de langostinos rellenos de setas, cocidos de tal manera que quedan como una bolita y con un sabor contrastante entre mar y tierra. Les faltó un poco de sal, y nada más. El primer tiempo, fantástico.

Pero entonces llegó el segundo tiempo con los fuertes y los postres: unas costillitas de cerdo que parecían una sopa de grasa, incomibles por puro instinto de conservación; un mero pasado de cocción y acompañado con una salsa que me recordó el sudado de campo, pero carente completamente de sazón; un arroz a la banda tipo bomba cocido al dente con azafrán y frutos del mar apenas decoroso (muy bien presentado, eso sí), y una fideua blanca con calamares y langostinos que, nuevamente, era un mar de grasa. ¡Qué desilusión! Con mis compañeros de mesa jugamos al 'girotondo' rotando todos los platos, pero aún así la conclusión fue desastrosa.

¿Qué puedo decir? Les falta pulir el concepto. Tienen algunas cosas interesantes y novedosas, provenientes de eso que llaman cocina molecular, pero que ya me sabe igual que la tan mentada cocina fusión. El chef tiene buenos datos en la cabeza, pero su cocina está desajustada. De no ser por esto –y lo digo sin temor a la rechifla–, Cadaqués bordearía la perfección.

Cadaqués
Dirección: Calle 119B Nº 5-43, Bogotá.
Teléfono: 620 1199

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martes, febrero 27, 2007

¡Vamos a dar papaya!

Hace poco abrió un nuevo restaurante en la Zona G de Bogotá, diagonal al clásico La Cigale. Se trata de Dar papaya, cuyo concepto, como su nombre lo sugiere, es la utilización de esta tropical fruta en varios de sus platos. Ya, de entrada, suena interesante.

En materia de vinos no han cuajado, para empezar. El servicio es algo inexperto, y las copas… ¡Por Dios, las copas! No es aceptable en un lugar de este calibre una cristalería tan poco profesional, pero me consta que están haciendo esfuerzos por mejorarla. Pronto se notará el cambio. Por mi parte, elegí un Fin del Mundo Reserva Merlot de 2004, y con buen vino quedé listo para la buena mesa.

La carta es corta pero interesante en cuanto a que se nota un buen contenido de creatividad y de estudio previo. Al mando de los fogones, con seguridad, está un chef experto y lleno de ideas. De las entradas me enloquecen las costillitas de cerdo ($13.500), que ya he ordenado un par de veces: cocidas largamente en un ingrediente secreto y luego pasadas por el wok con salsa soya, salsa de ostras y sus jugos. ¡Quedan tan blandas que se pueden comer con cuchara! Y de sabor dulzonas apenas, con buena sazón y textura tostadita por fuera. Luego vino el ceviche tradicional peruano… Bueno, un momento. Tengo que decir algo sobre el ceviche, y es que ya me estoy aburriendo un poco de verlo en todas y cada una de las cartas que he conocido en el último año. Es claro que está de moda, como el sushi en su momento, pero no hay que saturar. Pasa igual con el carpaccio y con los calamares apanados. Por eso, me abstengo de comentar el surtido de ceviches y tiraditos de Dar papaya, pues ya me parecen paisaje. Aún así, están buenísimos.

Lo mejor, sin embargo, está por llegar. De fuertes pedí el salmón con suero costeño y chimichurri de eneldo sobre una tortita de choclo ($27.500), presentado en forma de rollo y en su perfecto punto de cocción: los sabores están balanceados con el aroma del eneldo y el suave dulzor del choclo. También probé los langostinos parrillados con reducción de soya y arroz con verduras al wok, un plato que encontré espectacular. Es más, la próxima vez, que me quiten los langostinos, que sólo el arroz es portentoso en sí mismo, de sabor perfumado y levemente picante. Cuidado con la presentación porque, como en todo, los excesos perjudican.

La atención es informal con todo lo que ese término implica. Es decir, se han esmerado en contratar meseros churros y con pinta de universitarios. Pero inexpertos, y eso se paga. Otro defecto es la acumulación exagerada de mesas, lo cual es síntoma de que necesitan sacarle el máximo provecho al espacio. Los comedores se sienten atestados, con su consecuente cuota de incomodidad, y esto impide apreciar plenamente el buen diseño del local y sus elementos.

Este restaurante tiene un futuro enorme, pero depende de la manera como pulan los defectos de operación, que no son otra cosa que falta de experiencia. El grupo de propietarios está compuesto por muchachos con ganas y con iniciativa, y se les nota la energía y el amor por la cocina. Eso, inevitablemente, se traduce en un local a reventar todo el día, con reservas al tope y comensales ansiosos. Entonces, está de moda Dar papaya. Y la gente ya empieza a hablar de eso.

Dar papaya
Dirección: Calle 69A N° 4-78, Bogotá.
Teléfono: 541 5013.

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Arde Bogotá

Esta ciudad ya parece Melgar, por decir cualquier cosa: un hervidero sin mar. De la Bogotá paramosa que conocieron nuestros abuelos hoy no queda ni la sombra, literalmente; y de la gabardina ya estamos pasando -¡Oh por Dios!- a la manga sisa. Pero a pesar de todo, estos días soleados tienen un lado maravilloso, que yo vine a descubrir en su verdadera plenitud hace unos días, en la Zona T.

Bajo el sol y con estos ánimos tan veraniegos no hay mejor plan que sentarse en una de las terrazas de la T a disfrutar del clima, tomar unas copas y, de ser posible, comer bien. En este sentido, el nuevo Anonymous, reencauchado de un local que ya había operado en el Parque de la 93, parece un palco sobre la calle peatonal: una terraza cómoda y debidamente sombreada en la que se puede ordenar un buen surtido de coctelería y, sorpresivamente, una comida de altura, basada en la influencia mediterránea y con ingredientes frescos y orgánicos. De hecho, utilizan palmitos del programa de sustitución de cultivos ilícitos del Putumayo. ¡Aplausos!

Esa tarde, con un grupo de amigos, comimos unos calamares apanados, y tengo que confesar que me está surgiendo una especie de neurosis con este plato. Me parece verlos a donde voy. Son omnipresentes. Habitan en todas las cartas. Sin embargo, los de Anonymous están buenísimos: crocantes afuera y húmedos por dentro, con una consistencia firme pero no chicluda, y acompañados con mayonesa de hierbas y limón. Por otro lado, llegaron unas brochetas de atún encostrado en hierbas con una reducción de aceite de oliva, limón y hierbabuena. Bien ejecutado, sabroso y aromático, con centro rojo y el exterior sellado.

Entre los platos fuertes sobresalen por su cantidad y variedad los wraps, elaborados con un rico pan árabe que a diario hornea un proveedor libanés. Yo pedí el California Cheese Steak, con lomo sellado en tiras, hongos (portobello, orellanas y champiñones de París), cebolla caramelizada y una gruesa capa de mozzarella. Es enorme, pero lo suficientemente armónico en sus ingredientes para ser despachado sin mucho esfuerzo.

Anonymous no es un restaurante, debo aclararlo. Es un bar. No he ido en la noche, pero me dicen que la rumba es interesante. Sin embargo, el aporte de este local es que, siendo la venta de licor su fuerte, se esmeraron al diseñar un menú de buen nivel, en el que realmente se nota el interés por ofrecer comida creativa y que sirva de compañía a los tragos.

Anonymous
Dirección: Carrera 12A Nº 83-23, Bogotá.
Teléfono: 610 1727.

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lunes, febrero 26, 2007

Renace la esperanza en Cartagena

Ya no me sorprenden los maravillosos locales de los restaurantes en Cartagena, en especial si se ubican en el centro histórico donde abundan casonas enormes, patios sombreados, calles empedradas y muros de piedra de coral. Sin embargo, conocí uno nuevo que me dejó sin aliento.

Se trata de La Cava Cocina y Vinoteca, que con lo primero sale airoso pero de lo último tiene muy, pero muy poco: no hay carta de vinos, lo cual no es necesario cuando tan sólo se tienen tres o cuatro vinos para ofrecer. La casa, a media cuadra de la Plaza de Santo Domingo y vecina de la fastuosa Casa Pestagua, es de una grandilocuencia hasta exagerada. Allí mismo, desde hace pocos meses, funciona el Hotel El Marqués, una de esas posadas boutique que ahora abundan en el centro de Cartagena, cada uno con su particular encanto. Éste, sin embargo, por su ubicación y su maravillosa arquitectura, creo que está llamado a sobresalir.

Entremos en materia, que vinimos fue a comer. Con un Santa Rita Medalla Real Cabernet Sauvignon de 2003, corpulento y generoso, nos pusimos a tono. La carta va por aquello que aún hoy osan llamar fusión, y que nos es más que la mezcla de culturas gastronómicas, de manera que se puede encontrar influencia francesa en una terrina de conejo y ternera ($17.000), algo oriental en un roll de mousse de salmón con láminas de langostinos ($17.000), un poco de cocina española con una tabla de quesos y carnes españolas ($40.000), y el consabido carpaccio de lomo sellado que trae recuerdos itálicos. Eso en materia de entradas frías, que no es diferente en las caliente: rollitos asiáticos rellenos de pollo y maní con salsa de mandarina ($13.000), calamares rellenos de arroz y hierbabuena ($14.000), cuadritos de lomo flambeado con cognac ($19.500) y frutos de mar, como es natural. Ah, olvido una sopa que me llamó la atención: crema de zanahoria con jengibre, sauvignon blanc y hierbabuena ($9.500)

De entrada recomiendo, bocaditos de mero ($15.000), rodeados por una delgada y crujiente lámina de yuca con un leve sabor a ron y melao de caña y jengibre para untar, presentados de manera impecable y que, a pesar de estar algo secos en su centro, constituyen una respetable pieza gastronómica: delicados pero rotundos, convincentes y bien ejecutados. La sección de fuertes es maravillosa: chuletón, lomo, mero, arroces, langostinos, salmón; pero yo me incliné por el conejo deshuesado a la parrilla, relleno de filete de mero y con salsa de uvas ($32.000). ¡Qué extraño plato, con sabores y texturas que se oponen! En justicia, terriblemente bajo de sazón y con una ornamentación que dificulta comerlo. Muy rococó, si se me permite el adjetivo. Sin embargo, a pesar de sus grandes defectos, el concepto es interesante.

Terminé mi cena con un cheescake de Baileys y helado de menta y pimienta, bien presentado y de buen sabor, aunque no es un postre delicado ni complejo. Rico, eso sí. Después del café vienen las conclusiones. Lo importante de esta experiencia no se limita a la gastronomía. Este lugar abarca con acierto un ambiente fabuloso y romántico, una ciudad maravillosa y alegre alrededor, y una cocina con buenas ideas y ejecución de nivel aceptable. Vamos a ver si así, con locales nuevos como La Cava Cocina y Vinoteca, Cartagena despierta del sopor gastronómico que viene padeciendo. Vamos a ver…

La Cava Cocina y Vinotera
Dirección: Calle Santo Domingo N° 33-41, Cartagena.
Teléfono: 664 9771.

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La Cafetiere, un bastión en Medellín

Siempre me gustó comer en Medellín porque tengo un particular aprecio por el plato montañero, que es el buque insignia de la cocina cafetera. Sin embargo, tenía la equivocada impresión de que eso era todo lo que uno podía esperar a manteles en la ciudad de la montaña. Hoy, afortunadamente, algunos restaurantes de cocina más sofisticada están afianzándose por encima de las fondas.

Uno de ellos es La Cafetiere de Anita, que lejos de ser un descubrimiento, es ya un firme baluarte culinario en Medellín, que empieza a expandir su fama a nivel nacional.
“Lo que más me gusta de la vida es cocinar”, dice Anita Botero en el prólogo del menú. ¡Y se le nota! Estamos hablando de un restaurante con marcada tendencia francesa, lo cual es consecuencia de la educación Cordon Blue que recibió Anita. Sorprendente no es, ya que se arrima más a lo clásico. Pero lo que no tiene de creativo le sobra de pulido.

La carta de vinos es floja, lo cual no me extraña en Medellín, pero con algunas reservas de la cava interesantes, como un Lurton Reserva Malbec que encontré bastante decoroso. Mientras tanto, el mesero trajo a mi mesa un pasatiempo delicioso: un molde de pan de maíz, caliente y perfectamente presentado, y una riquísima mantequilla compuesta para acompañarlo.

Como entradas se me antojaron los corazones de alcachofa ($14.500), cocidos sobre la plancha, con aceitunas y alcaparras, de sabor suave y adecuado para acompañar con el pan; y las muelitas de cangrejo ($19.000), que para mi pesar no encontré muy frescas y algo reposadas. Mala fortuna. Obviando el desliz, se trata de 30 muelitas de irregular tamaño con una rica vinagreta. ¡Buena porción!

Como fuertes empecé con las jaibas al curry ($30.000): tres ejemplares de carne jugosa y consistente, con un ligero curry que no interrumpe el gusto dulzón de la jaiba. Lástima que la carne estaba tachonada por incómodos restos de caparazón. Luego vinieron los langostinos Cafetiere ($46.000), con una salsa de vino blanco, crema y azafrán: 5 U-10 gordotes en el punto perfecto, firmes y yodados. Y dejo para el final la que a mi gusto fue la joya de la corona: un enorme filete de atún ($38.000) sellado apenas y rojísimo en su centro, con una salsa de jengibre y naranja perfumada, entre dulce y picante, arrogante pero sin innecesarios espectáculos.

Dije arriba que no era un restaurante creativo pero sí pulido, y lo dije pensando en detalles que me sorprendieron, como la hermosa vajilla alemana, la cubertería italiana, la música perfecta (ese día entre Diana Krall y Norah Jones), la atención rigurosa y el cuidadísimo diseño del local. En conjunto, todo esto hace que La Cafetiere de Anita me arranque la fijación que tengo con el plato montañero y me obligue a entender que Medellín es mucho, pero mucho más.

La Cafetiere de Anita
Dirección: Calle 6 Sur N° 43A-92, Medellín.
Teléfono: 311 3103.

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viernes, enero 19, 2007

La Cigale y su ecuación de éxito

Otras veces he dicho de La Cigale, en Bogotá, que cuando se trasladó de la Calle del Faro, en la 85, a la Zona G perdió su comodísimo ambiente de bistro. Lo prefería cuando era chiquito, aunque debo aceptar que ahora, tras el tremendo éxito que le trajo su ubicación en una esquina de la carrera quinta, ha madurado lo suficiente como para convertirse en un clásico de la ciudad. Por eso, es uno de los locales que visito con mayor frecuencia, porque cumple con la ecuación del éxito en este negocio: buen ambiente, atención adecuada, precios consecuentes y calidad culinaria constante.

Como entradas puedo resaltar las varias opciones de carpaccio, algo ya natural en muchos restaurantes de Bogotá. También están los champiñones regordetes que se pueden ordenar con queso gouda argentino y gruyère, con cebollitas ocañeras (echalots) confitadas y reducción de vino tinto, o con hierbas de Provenza. La barra de vinos tiene sus propias tapas, como mejillones gratinados ($19.200), albóndigas con salsa de almendras ($13.200), calamares en vinagreta de jerez ($12.500), sopa de cebolla ($8.400) o de zanahoria con jengibre y naranja ($6.700).

En realidad las opciones son numerosas, y como se trata de cocina clásica francesa elaborada con un buen nivel de exactitud, es posible ensayar sin temor a equivocarse. Esta vez, por ejemplo, probé el paté a las finas hierbas ($6.700), una tajada gruesa, cremosa y de sabor definido. Sobra el pan. Hay que comerlo así no más, a cucharadas. La terrina de conejo ($6.700) con sabor levemente ahumado y carnudo es una buena opción, como también el prosciutto de trucha ahumada ($8.900), de un lindísimo color naranja brillante y gusto a maderas de campo.

En materia de platos fuertes el asunto no es diferente. Creo que la joya de la carta es el magret de pato ($45.400, de 250 gramos), y en carnes el chuletón, aunque también existen otros cortes galos como el entrecote. Otro acierto es la pasta serebrenikov con trucha ahumada, vodka y alcaparras ($16.800). Yo opté por el gigot de cordero ($33.800), un corte típico francés proveniente de la pierna del animal, un poco pasado de cocción y algo seco, pero de sabor fenomenal: con los aromas del romero y esa esencia tan campesina que aporta el cordero. Y para terminar, el mero (grouper) a la pimienta verde con vino blanco ($26.900 por 200 gramos), suave y jugoso, perfumado y en su perfecto punto de cocción.

Quiero resaltar el hecho de que todos los platos se pueden ordenar en diferentes tamaños, lo que permite decidir la cantidad de comida a despachar y ensayar muchas opciones sin terminar atiborrado. Por supuesto, esto dificulta el trabajo en la cocina, así que queda claro que aquí la comodidad de los comensales está primero que la de los cocineros. También es de aplaudir que La Cigale es el paraíso para los amantes del vino. Pocos restaurantes gozan de una cava tan bien seleccionada y tan nutrida, que incluso ha sido reconocida como una de las mejores de la ciudad. No hay discusión.

La Cigale es una cocina consistente y definida en su estilo y en su calidad. Si bien no es una propuesta novedosa ni explosiva ni sorprendente ni nada de eso, va al grano y es constante, y estas son cualidades que uno, con el tiempo, empieza a valorar.

La Cigale
Dirección: Calle 69A N° 4-93.
Teléfonos: 400 9906.

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lunes, diciembre 25, 2006

Mini-mal, un concepto a medias

Seguramente habrán escuchado sobre Mini-mal, en Bogotá. Quizá les han dicho que es extraño, maravilloso, complejo, sabroso; que se trata de un ejercicio de invención culinaria; que pegado al comedor tiene una tiendita de objetos de diseño… En fin. Es cierto que se trata de uno de los locales más sorprendentes de la ciudad. Pero luego de visitarlo una y otra vez por fin he comprendido qué es lo que me molesta de este sitio: la falta de ambición. ¡Despierten, por favor! ¡Es hora de sacar a Mni-mal de su concha!

Veamos. La carta de vinos es corta pero sustanciosa y sorprendentemente bien explicada, que es algo de lo que carece la mayoría de restaurantes. La última vez que pasé por allí elegí un rico Montes 70% Cabernet Sauvignon y 30% Carmenere. Los meseros, entre ellos Fabiany, un caleño de risa fácil, son informales y amables, no malencarados ni sindicalizados como los de algunos encumbrados restaurantes. Sin embargo, por buena que sea su voluntad, son pocos, y con el comedor repleto se vuelven un ocho y los platos terminan llegando en desorden y a destiempo.

Como entradas ordené el Sutamerchán, que es una receta del siglo XIX: longanizas pequeñas, dulzonas y provocativas, elaboradas con carne magra de cerdo y leche de almendras, conservadas en Pony Malta y acompañadas con tortillas de papa criolla al estilo de un rosty del norte de Europa. ¡Qué maravilla! ¡Son explosivas! El ceviche de raya ahumada con cáscara de coco, limón y salsa de tomate casera también es una entrada digna de resaltar: con sabor a leña, generoso y acompañado con finas y crocantes tostadas de patacón. Otro detalle interesante es que ofrecen jugos de frutas del Amazonas, como arazá, copoazú y cocona, además de tamarindo, borojó y lulo con hierbabuena, entre otros.

De plato fuerte me dejé tentar por los meritos baby salteados por ambos lados y terminados en anillos de cebolla caramelizada y salsa de lulo, quizá muy dulces, casi hostigantes. Es un plato que luce espectacular, pero en realidad la porción es pequeña y resulta algo engorroso para comer. Por otro lado, los fileticos de lomo de res salteados en curry verde y terminados con leche de coco, resultaron penosamente resecos y sobre cocidos. Alguien en mi mesa ordenó un sánduche de muchacho, queso paipa y hierbabuena en el que la carne no es más que una telita de ínfimo grosor. Pésimo detalle. No me gustan las cocinas tacañas. Además, tengo que decir que las guarniciones son tan terriblemente desacertadas que ni quitan ni ponen, más bien estorban.

De postre, la cosa estuvo mejor: una torta de vainilla y chocolate con amapola y helado, suave y delicada; y un soberbio envuelto de mazorca que merece aplausos, macerado en brandy, dorado, bañado con una suave salsa de lulo y acompañado con helado de vainilla. Además de ser riquísimo, este postre es una muestra del nivel de creatividad en el concepto de Mini-mal.

Estamos ante un ejercicio de investigación y creación culinaria que se está malogrando por la falta de ambición de los autores. Después de cinco años el local sigue luciendo desvencijado, la decoración… ¿decoración?, los platos, que como concepto son obras de arte gastronómico, carecen de presentación y, peor que eso, están desajustados en su cocción. Y digo esto no por criticar llanamente, sino porque creo que un concepto tan original como el de Mini-mal podría conseguir un éxito exponencialmente mayor al que ha tenido hasta ahora. El problema, creo yo, es que se han conformado con hacerlo bien, pero podrían hacerlo mejor.

Mini-mal
Dirección: Carrera 4A N° 57-52.
Teléfono: 347 5464.

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Contra la fast food oriental

Ahora, con el auge de comida japonesa en pleno altiplano cundiboyacense y con tantas barras de sushi que ya se les debería llamar susherías, como lechonerías o fritanguerías, empiezan a diferenciarse dos tipos de locales. Están los de comida rápida oriental, chinos, thai o japoneses, que empiezan a pulular en forma de cadenas industriales no muy diferentes a McDonalds. Pero, para alivio de los comensales más educados, existe también otra categoría, que es la de cocina oriental pura y dura, respetuosa y ceremonial, como debe ser. Entre esos pocos, el más interesante es Watakushi, que lleva ya varios años salvándonos de la invasión de la fast food oriental.

La noche que volví a este local hacía un frío cortante, por lo que inicié la cena empujando un par de tragos de sake caliente. Luego, a lo que vinimos: con una lla de cava Freixenet nos preparamos para la fiesta.

El menú es completo (y complejo), con platos japoneses, thai, malayos, chinos y algunos vietnamitas. La carta de sushi también cuenta con buenas opciones entre clásicos, creaciones de la casa y algunos makis vegetarianos (entre $12.000 y $20.000). Me llamaron la atención el Calypso (pargo rojo, aguacate y mango), el Boston (cangrejo, lechuga, aguacate, cohombro y mayonesa), y el marti roll (pulpo, aguacate y crispy tempura), que puedo considerar desde ahora como mi nuevo favorito, crocante en el centro y con cebollín picado revuelto con el arroz.

Las gyosas de camarones ($8.800), no son nada del otro mundo: seis pequeñas unidades cocidas al vapor y de relleno cremoso y fragante. Son de aplausos, en cambio, las samosas ($6.800), que podrían ser el equivalente malayo a las empanaditas colombianas, rellenas con papa y verduras y envueltas en hojaldre. También me impresionaron los raviolis vietnamitas de pollo, shiitake y castañas de agua, envueltos en papel de arroz y cocidos al vapor ($9.800), y los corazones de pollo en salsa de soya ($6.800). Además, para comensales prudentes existe un buen número de tempuras (rebozados), yakitoris (pinchos), sopas y ensaladas

El Nua Yang ($27.800) es, en mi opinión, la obra maestra de Watakushi: una generosa pieza de lomo marinado en salsa de limonaria, cocido sobre las brazas, tajado y presentado sobre arroz de sushi, humedecido con una perfumada salsa de jengibre, limonaria y soya. Probé también los langostinos tempura con salsa de mandarina ($38.800), presentados sobre mango biche y zanahoria. Resultaron maravillosos, crujientes y con el dulzor equilibrado con la acidez de la ensalada.

Es una pena que el servicio lento y descuidado sea un lunar, porque podría arruinar una noche de buena mesa. Por ejemplo, ¿para qué se toma uno la molestia de hacer una reserva si igual no la van a registrar? Peor aún, en varias oportunidades tuve que encargarme de reabastecer las copas ante la mirada indiferente de los meseros, y semejante delito debería estar tipificado en el Código Penal. A pesar de eso, la comida en Watakushi es buenísima. No estamos hablando de fast food ni del dudoso sushi que ahora se vende hasta en supermercados, sino de una cocina con la finura y delicadeza que merecen las tradiciones milenarias de Asia.

Watakushi
Dirección: Carrera 12 N° 83–17.
Teléfono: 218 0534.

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sábado, diciembre 09, 2006

Tan apasionado como Gaudi

Creo que la carrera 4A, justo arriba de la plaza de toros, es una de las callecitas de mostrar en Bogotá, con cafés, tiendas de arte, ambiente bohemio y una profusión de restaurantes hasta sospechosa: ¡existen tres o cuatro por cuadra, y todos de muy buena calidad! Allí se afianzan, por ejemplo, Estrella de los Ríos (la mejor cocina cartagenera de la ciudad), Urbano, La Juguetería, El Patio, y Gaudi. Y éste último es mi nuevo descubrimiento, gracias a la recomendación acertada de Alfredo y Martha, cómplices de mis aventuras gastronómicas.

Se trata de un lugar que hace honor al célebre arquitecto catalán Antonio Gaudi, al menos en cuanto a la decoración, que recuerda los mosaicos del genio de la Sagrada Familia y sus formas retorcidas. La carta de vinos de este restaurante, que lleva poco más de un año de puertas abiertas, es generosa en cepas españolas, cavas y sangrías. Nuestra cena la acompañó un valenciano Castillo de Liria Reserva 2000 nada presuntuoso, pero que resultó una sorpresa muy agradable.

Boquerones, albóndigas, higaditos, callos, chipirones en escabeche y todo el surtido de tapas clásico hace parte de las entradas, en las que también se incluye el esquivo jamón de bellota D.O. de tres años, cuyo precio es mejor no conocer para evitar repentinos atoros. En Gaudí lo tienen, ¡y en la carta! Generalmente, cuando llega un jamón de bellota a algún restaurante bogotano, es celosamente reservado para los invitados especiales, así que no suele ser fácil clasificar a uno de estos magníficos bocados.

Para empezar las tapas mis compañeros y yo ordenamos habas con jamón serrano ($8.600), cocidas en su punto y con la fortaleza que aporta el jamón. Luego vinieron los higaditos al jerez ($6.900) a opacar a su antecesor: con cebollas caramelizadas y un poco de miel y vinagre, suaves como paté y de sabor contundente. Seguimos con las papas bravas ($6.200), que resultaron apenas malgeniadas. Les faltó picor. Y luego, como fastuoso cierre de nuestro preludio, los mejillones con queso picón ($12.900), fresquísimos y llenos de sabor. Son tan ricos que podría sentarme toda la tarde a comerlos lentamente, tomándome mi tiempo para disfrutarlos y acompañándolos con un buen cava, ojalá Freixenet cordón negro.

Luego vino a la mesa un róbalo del lago Victoria pochado con hierbabuena ($18.500), fresco y jugoso a pesar de haber sido congelado. La ensalada pratense ($9.500), de rúgula y lechugas con pera, almendras, parmesano y una vinagreta de fresa, es una buena opción para quienes temen a las calorías. No para mí, así que reservé mi apetito para la paella Gaudi ($24.000), que es un monumento a la cocina ibérica digno de reverencias. Es magnífica, sabrosa, poblada de carnes (pulpo, pescado, camarón), húmeda y de textura justa, con la fragancia innegable del azafrán y cocida en su punto.

Dos detalles me llamaron la atención. En primer lugar, el pan es de excelente calidad, suave y fresco, ideal para recoger los restos de las salsas. Y, por otro lado, la vajilla. El propietario de este restaurante diseñó los vasos inspirado en la estética de Gaudi y los encargó a una fábrica de vidrio artesanal, e hizo lo mismo con la vajilla. Así, cada pieza es una pequeña y sencilla obra de arte, única e irrepetible, lo cual demuestra que en realidad hay algo de pasión en todo esto. Igual que el Gaudi de la Sagrada Familia, y me perdonarán la desproporcionada comparación, el Gaudi de la carrera 4A es así de valiente y así de apasionado.

Gaudi
Dirección: Carrera 4A N° 27-54.
Teléfono: 342 7183.

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Bogotá, una fiesta gastronómica

Ya me preguntaba yo por qué en Bogotá, esta ciudad que cada día se torna más moderna gastronómicamente hablando -porque en otros campos, como en la movilidad, padece una involución hacia la edad de piedra-, a nadie se le había ocurrido crear una feria culinaria, pero una feria de verdad y no un festival de parque. La tarea la asumió Corferias, y gracias a su monumental esfuerzo es que hoy la capital puede disfrutar a sus anchas de una fiesta gastronómica sin precedentes. GastronoMía 2006 abrió sus puertas el pasado jueves y termina este domingo 3 de diciembre, así que anímense a ir cuanto antes porque, como todo lo bueno, no dura mucho.

El menú es espectacular. En total, son 150 expositores en 3.000 metros cuadrados, más de 30 restaurantes, cuatro catas de vino al día, música y cultura, cocina en vivo y los chefs más importantes de Colombia y Latinoamérica presentes. Es como para chuparse los dedos.

Andrés Jaramillo, el mago propietario de Andrés Carne de Res, montó una sucursal de su restaurante en plena feria, lo cual es importante por dos razones: la primera es que nunca antes había participado en una feria, y la segunda es que su presencia en GastronoMía es realmente espectacular: un Andrés Carne de Res en miniatura, con rumba y circo, como debe ser. Pero no es el único restaurante que se le midió a salir a feria para acercar su arte a la gente. También están Archie´s, Zhang, Dixies, Viva Brasil, Mister Ribs, Tinaja y Tizon, Tony Romas, Carnavale, Gyros & Kebab, Teriyaki, Nazca, Urbano, Las Acacias, Museo del Tequila, Las Ojonas, La Fragata, Macondo y Luna, entre otros. Hay de todo y para todos los gustos.

Uno de los programas más interesantes de Gastronomía es el homenaje que algunos de los chefs más renombrados del país hicieron a la cocina bogotana: El ajiaco, por Harry Sazón; el cuchuco con espinazo, por Daniel Kaplan (29); el puchero, por Roberto Grau (Astrid y Gastón); la pata con arveja, por Jorge Raush (Criterión); el pepino relleno, por Holman Ortiz; la sobrebarriga al horno, por Nacho Cajiao; y la fritanga, por Leonor Espinosa.

Pero el verdadero plato fuerte lo pondrán los chefs del Canal Gourmet (Narda Lepes, Sumito Estévez, Borja Blázquez, Donato de Santis y Christophe Krywonis), que vendrán en gavilla a hacer de las suyas, preparando sus recetas más especiales frente al público, en cocinas diseñadas para este tipo de presentaciones. Es más: Borja, Donato y Chrstophe harán un show especial de Chefs Unplugged frente al público de GastronoMía 2006.

Al aire libre, aprovechando los días de sol que milagrosamente estamos disfrutando, habrá un bocadillo muy especial. Se trata de las presentaciones de “El sabor de los saberes”, un programa que hace parte del proyecto Ferias, Fiestas y Saberes Populares, liderado por el Instituto de Cultura y Turismo de Bogotá, y que ofrece un interesante viaje a través de la historia y las tradiciones culinarias de los pueblos afro-colombiano del Pacífico, kankui de la Sierra Nevada y tubú de las selvas del Vaupés.
Y como postre, compras y más compras, porque los expositores presentes, incluyendo grandes superficies como Cafam, Éxito y Makro, y los principales distribuidores de vinos, licores y productos gourmet, bajaron sus precios hasta el subsuelo.
En resumen, una feria de la magnitud de GastronoMía es un síntoma claro de madurez en un sector que en los últimos años ha crecido desmesuradamente. Ahora la misión es para los comensales, que con su apoyo a este tipo de espectáculos deben demostrar que la cultura gastronómica en Colombia realmente está a la par del desarrollo culinario. Este fin de semana es, entonces, una fiesta a manteles en Bogotá, ¡y hay que disfrutarla!

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http://elmango.blogspot.com

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viernes, octubre 13, 2006

¡1.000!

Gracias, muchas gracias, a los mil visitantes que han consultado este blog durante los últimos tres meses. Compartimos la pasión por la buena mesa, y espero que mis comentarios sean útiles para sazonar el debate alrededor de este complejo pero delicioso mundo gastronómico. ¡Siempre bienvenidos por estos lares!

Meseros, para entenderlos hay que padecerlos

Tristemente, los meseros descorteces y descuidados abundan. Los he visto renegar frente a los clientes, olvidar sistemáticamente los pedidos, abandonar una mesa durante larguísimos periodos o responder sin delicadeza a las quejas de un comensal. Sumando todo esto, la torpeza o las faltas al protocolo son detalles sin importancia. No quiero que un mesero sea capaz de llevar la partida completa de una sola vez, haciendo malabares a través del comedor; ni que cumpla con rigor los mandamientos de protocolo dictados hace siglos: que mi plato llegue por la derecha o por la izquierda es algo que me tiene sin cuidado. Lo que me interesa como comensal está en otros campos.

Para el caso, un par de ejemplos que describen cómo con un detalle se puede arruinar o salvar una velada. Hace poco un mesero llevó a mi mesa la orden trocada, y cuando se lo hice saber, a cambio de disculparse y solucionar el problema, me dijo “señor, el error fue suyo”. Sólo admitió su falta cuando mis compañeros de mesa me dieron la razón y revisamos con lupa la comanda, y ni aún entonces se mostró dispuesto a corregir su distracción. Los afectados terminamos con un amargo recuerdo a pesar de la buena comida. En contraste, cierta vez, mientras cenaba en el patio de un restaurante cartagenero bajo la sombra de un palo de mango, un fruto maduro se desprendió y se estrelló contra el piso con gran estruendo, a milímetros de mi mesa. Entonces una mesera se acercó, recogió el mango y se retiró con una sencilla disculpa. Minutos más tarde volvió con un delicioso jugo de mango recién hecho, cortesía de la casa, y dijo sonriendo “ya está, le di su merecido a este mango bandido”. Así que un buen mesero no es el que no comete errores sino aquel que los admite, se disculpa por ellos y los resuelve oportunamente.

A veces creo que los responsables en este negocio subestiman el papel de los meseros, y por eso limitan su labor a llevar platos llenos y devolverlos vacíos. Pero su rol es de tanta importancia, que incluso se podrían ver como la fuerza de ventas en el restaurante, y he encontrado vendedores tan persuasivos, que termino gastando el doble de lo previsto. Los meseros son, además, la conexión entre el cliente y el chef; los encargados de responder las inquietudes, solucionar los problemas y satisfacer los deseos de los clientes; y los responsables de mostrar la cara amable del lugar, y en esta tarea deben ser tan perseverantes que ni ante el más fastidioso de los comensales se les note un asomo de impaciencia.

Pero, ¿cómo conseguir esto? Sólo existe una respuesta: entrenamiento. Si existen malos meseros es porque nadie los ha adiestrado, y ese es un pecado capital. El negocio de los restaurantes se fundamenta en tres pilares: atención, comida y gerencia; y cuando uno de ellos colapsa, el efecto dominó conduce al fracaso. De los tres, es en la atención donde los comensales percibimos y condenamos con mayor facilidad las fallas. Por eso es que contratar buenos meseros es tan importante para el negocio como contar con una buena brigada de cocina o con un buen gerente que ponga en regla los números.

Si usted paga una equis cantidad de dinero, que en los restaurantes de lujo suele acercarse a medio salario mínimo mensual por pareja, lo que quiere a cambio no es sólo comida. Pero no se debe pensar por esto que la relación entre costo y atención es proporcional: he encontrado servicios fabulosos en lugares económicos, como tenderetes de carretera, pescaderías o asaderos; y también he padecido graves incidentes de atención en restaurantes de alta alcurnia. Entonces, el problema con el servicio no se relaciona con el costo del restaurante, sino que nace en el entrenamiento insuficiente. Muchos restaurantes prefieren contratar personal inexperto porque es más barato que el calificado, y lo hacen aún sabiendo que la consecuencia será la pérdida de clientes. Y la gran mayoría no destina un segundo –ni un centavo- a la capacitación de su personal. Así es inevitable que lo que se haga a pulso en la cocina, termine borrado con los codos en el comedor.

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viernes, octubre 06, 2006

Sencillo, pero con mucha fuerza

Fueron insistentes algunos lectores al recomendarme un sushi bar en la calle 90 abajo de la 15, llamado Wabisabi. “Otro más”, pensé yo, porque lo cierto es que la ciudad está inundada de cocina japonesa, y entre el barullo fluyen las imposturas. Hay tantas barras de sushi que hoy es más fácil conseguir en Bogotá un California roll que un buen ajiaco.

Sin embargo, Wabisabi resultó ser una experiencia impactante y diferente en varios sentidos. No es, definitivamente, un restaurante común, y por eso me abstengo de calificarlo con mi tradicional escala de 18 estrellas. El localito más parece un corrientazo de la Caracas, con lo cual contradice la idea (tan arraigada en Bogotá), de que un restaurante japonés debe ser un derroche de sofisticación y glamour. Falso. Las mesas de Wabisabi son incómodas y muy pocas, el local es estrecho y ruidoso, y el servicio es… bueno… no muy diferente al de un corrientazo. Además, no reciben dinero plástico y nadie lo advierte oportunamente a los comensales, de manera que termina uno después de su cena retirando efectivo en los tétricos cajeros automáticos de la 15. Y como si fuera poco, no hacen reservas y el lugar se llena a reventar, así que no sorprende ver una fila de comensales ansiosos montando guardia en la puerta en espera de que alguien desocupe una mesa. ¿Fila para comer en este lugar? ¿Cómo se explica esto?

Fácil: Wabisabi ofrece una cocina japonesa de verdad, quizá la más auténtica de Bogotá, exacta y respetuosa. Es la tradición culinaria del sol naciente, alejada de reinvenciones, reinterpretaciones y esas cosas que se inventan de vez en cuando los chefs con iniciativa. De manera que si a usted no le incomodan los defectos que describo, tendrá la oportunidad de dar una probada certera a una de las más interesantes cocinas del mundo.

El menú es bien completo, con sopas, tempuras, teppanyaki, arroces y pastas orientales, además de un número adecuado de makis, nigiris y sashimis que se pueden pedir en combos o por unidades. También tienen platos muy interesantes como el katsudon (cerdo rebozado con huevo sobre un tazón de arroz), el yasai itame (un stir fry de verduras con salsa teriyaki y tofu o carnes como cerdo, res, calamar, langostinos), o menús completos como el teisoku o el tonkatsu (alguna carne, verduras, un buen tazón de arroz y algo de sopa).

Yo opté por las gyosas como entrada ($12.000), que encontré realmente maravillosas: de relleno fresco, jugoso y levemente picante, cocidas primero al vapor y luego salteadas en una sartén, de manera que un lado queda dorado y crujiente mientras el otro resulta blanco y suave. Luego seguí con la tempura de langostinos (ebi tempura, $18.000), que trae siete enormes ejemplares “apanados” con una delicada mezcla de harina, agua y huevo, y perfectamente estirados. La tradición japonesa exige que los langostinos queden rectos, para lo cual se les hacen pequeños cortes a lo largo del abdomen.

En cuanto al sushi, pedí un uramaki (rollo “volteado”, $18.500), con langostinos tempura, algo de salmón, aguacate y masago, de cuyos extremos sobresalen, amenazantes, las colas de los langostinos. El masago es el caviar de eperlano, de color naranja, fuerte sabor a pescado y con un crunch muy particular. La carta también incluye soberbios rollos como el raibow (salmón, cangrejo, atún, ebi tempura, masago y aguacate), o el especial Wabisabi (ebi tempura, shiitake, anguila, salmón, atún y aguacate).

Así que ahora entiendo el por qué de tanta insistencia y de tanta pasión alrededor de Wabisabi: comida y nada más, comida exacta y sin distracciones, comida libre de esas odiosas ínfulas con las que se suelen vestir los locales japoneses en Bogotá. Finalmente, el nombre de este restaurante, que en japonés significa algo así como "sencillo pero con fuerza", lo describe muy bien. Y la fuerza de Wabisabi, que está en su cocina, es suficiente para que la experiencia sea interesante.

Wabisabi
Calle 90 N° 16-16.
Teléfono: 610 3041.

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jueves, septiembre 28, 2006

El restaurante de moda

Un nuevo habitante tiene, desde hace un par de meses, la Zona G de Bogotá. Se trata de Sofía, cuyo local de impecable arquitectura sugiere de puertas para afuera un ambiente ideal y una cena perfecta. Lo primero, se cumple, pero no así lo segundo. A primera vista, el escenario es impactante, en un local donde el rojo y el negro predominan. La música es chill out en serie, adecuada para el estilo y a un volumen que permite la conversación. ¡Bravo!

Pero luego empiezan los tropezones. La carta de vinos, corta y floja, está lamentablemente saturada de Undurragas, Santa Ritas y Casilleros, de cuya calidad no dudo, ni más faltaba. Pero es que el mundo enológico es enorme, y hoy más que nunca. En contraste, el servicio del vino es bien instruido. Me incliné, siguiendo el consejo acertado de mi amigo José Rafael Arango, por un trivarietal Navarro Correas Colección Privada 2003, que sorprendentemente no se menciona en la carta.

El pan del preámbulo, mullido y tibio, con una rica mantequilla de aceitunas, anuncia una cena memorable, pero… La carta de Sofía es un sancocho. No logré descifrarla. Contiene un surtido de entradas elementales y omnipresentes, como calamares fritos y al ajillo, camarones bravos, champiñones al ajillo y colombinas de pollo. Sí, colombinas de pollo. Nada sorprendente. Me fui por el tartar de lomo, que rozó el extremo de lo incomible: pasado de sal y la carne molida, no finamente picada como debe ser. Después de esta salobre entrada, ordené unos langostinos al ajillo que resultaron redentores: en su perfecto punto, presentados en cacerola y con una salsa en la que el ajo no es un incómodo protagonista. ¡Qué rica salsa untada con el pan de la casa!

Los platos fuertes tampoco traen sorpresas a la mesa. Algunos cortes de carne al carbón (chuletón, entrecotte, lomo y “pechuga de pollo”), que se pueden ordenar con diferentes salsas (bernaise, mostaza, chutney de uchuvas…), o un par de mantequillas compuestas. En pescados, salmón, corvina, mero y tilapia. También una corta sección italiana, con risottos y pastas básicas; y un par de ceviches básicos. Yo opté por el entrecotte (en perfecto término, sellado y tierno), con salsa bernesa, acompañado con un puré al vodka que de vodka no tenía ni la sombra. La salsa, innombrable. Si no se tiene la experticia para preparar una bernesa decorosa, no debería estar en el menú. En cambio, el mero al carbón sobre coulis de berenjena fue una alegre estación, jugoso y tierno, de sabor entre dulzón y yodado. Exquisito. El coulis, que me dejó los mejores recuerdos, le va perfectamente.

Para terminar, un helado de frutos rojos que me supo a Frutiño, coronado con un tímido lychee; y un expresso tristemente servido en taza americana y no en la minúscula ristretto. Craso error. En últimas, lo que hizo sobreaguar mi experiencia en Sofía, fue la atención de altísimo nivel, con meseros amables, oportunos y que ofrecen sugerencias y disculpas pertinentes. Aunque probablemente llegará a ser el restaurante de moda en la zona, frecuentado por celebridades sin paladar, quizá a Sofía le falte algo de tiempo y experiencia para cuajar, en particular en lo que a su cocina se refiere. Para empezar, bien caería una revisión con lupa a las cartas. De lo contrario, este lugar no trascenderá más que eso: el restaurante de moda en la zona, y las modas suelen ser olas cortas y traicioneras.

Sofía
Dirección: Calle 69A N° 6-41.
Teléfono: 310 5209.

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miércoles, septiembre 13, 2006

Los hirvientes debates de Popayán

El fin de semana pasado se llevó a buen término el Cuarto Congreso Gastronómico de Popayán, que gracias a la incansable gestión de su director, Guillermo Alberto González, se ha convertido en el principal encuentro académico de Colombia, al que los asistentes, a diferencia de otros festivales que se realizan en el país, van a aprender antes que a comer. El nivel de las conferencias fue bastante alto, y pude notar en los participantes un interés tan activo que parecían hambrientos, pero de conocimientos. Tras cuatro años, la apuesta de Popayán por convertirse en el epicentro de la culinaria en Colombia está empezando a consolidarse.

Sin embargo, a pesar de la relevancia de esta cita, me llamó la atención la baja (casi inexistente) presencia de gente de restaurantes, que son a quienes más debería interesarles. ¿Desidia o arrogancia? En todo caso, mal síntoma. Es incomprensible que los caciques del negocio (léase grandes chefs, propietarios, inversionistas y administradores), desdeñen el único evento gastronómico verdaderamente académico que se realiza en el país y le den la espalda al conocimiento de su oficio, de su negocio y de su materia prima. Algo más debería interesarles que ganar dinero. En cambio, una cifra que le escuché a Guillermo Alberto González me sorprendió: de 550 inscritos, más de 150 fueron estudiantes de cocina, es decir, jóvenes que en actitud de aplicados discípulos escucharon las conferencias con verdadero interés. Esto habla muy bien de la generación de cocineros que se está gestando y es un ejemplo para la que hoy controla el negocio.

Por otro lado, en medio de una de las conferencias un asistente intervino para decir que si en los restaurantes colombianos no se utiliza el enorme abanico de ingredientes que tenemos a mano, no es por culpa de los chefs sino de los comensales. Le encuentro algo de razón: es cierto que los chefs nos tienen hasta la coronilla con las cocinas extranjeras en las que no caben los ingredientes locales. Pero también es cierto que la mayoría de los comensales, asaltados por el esnobismo gastronómico, prefieren el nori a las guascas, el agraz a la chirimoya o la bernesa al suero costeño, por ejemplo. Creo que ya es hora de que los comensales empecemos a exigir y a premiar el respeto hacia lo local.

Sobre este mismo tema, le escuché al chef Raffaello DiSauro Basile, a quien encontré en Popayán en plan de escuchar y aprender, un comentario acertado: “En algunos países europeos existen 50 ingredientes con los que preparan 3.000 recetas. En cambio, en Colombia existen 3.000 ingredientes con los que preparan 50 recetas”. Por su parte, el antropólogo Julián Estrada, en su charla sobre Slow Food, sentenció con vehemencia que “estamos cansados de que Bogotá sea la capital de las cocinas thai y japonesa”, a lo que el público lo secundó con una desbandada de aplausos. Conclusión: es hora de meterle el tenedor a lo local.

Como plato fuerte, el experto en pescados Isidro Jaramillo denunció una calamidad ecológica que está por venir: dentro de cuatro años la langosta estará amenazada de extinción en las costas de la Guajira. La razón es que allí los pescadores empezaron a extraer masivamente pequeñas langostas de menos de 250 gramos que no han alcanzado su edad de reproducción (cuando el animal pesa unos 350 gramos). Por tal razón, el mercado está saturado de “colitas de langosta baby”, que no alcanzan los 75 gramos, y de menor precio y calidad que las de langostas adultas. Por eso, la creciente demanda ha empezado a presionar el ciclo de reproducción natural. La única solución para salvar las langostas en la Guajira, dice Jaramillo, es alertar a los consumidores para que eviten consumir colas muy pequeñas.

Para terminar, un anuncio emocionante: escuché que los organizadores de la feria GastronoMÍA, que se realizará a finales de noviembre en Bogotá, quieren contar con la presencia nada más ni nada menos que de Anthony Bourdain. La idea ya se está cocinando, aunque los 30.000 dólares que cobra este célebre chef neoyorquino han sido un hueso difícil de roer. Bourdain quiere venir. Ya lo dijo. Y tiene su agenda libre por esos días. Sólo falta esperar, entonces, que alguna empresa visionaria vea en esto una oportunidad de inversión.

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jueves, septiembre 07, 2006

Calcuta, la redención de los sentidos

Me gustan las cocinas intensas. Por eso, tengo por favoritas la cajún con sus sabores tostados y especiados; la mexicana, que incluye ingredientes insospechados; y la india, en la que las especias reinan. Ésta última es un paraíso por descubrir. Me pregunto por qué, siendo un cultura gastronómica tremendamente fuerte, en Colombia no ha echado raíces. De lo pocos, muy pocos lugares en Bogotá donde se puede dar un vistazo a esta intensa gastronomía, es Calcuta.

La cocina india ofrece sabores alucinantes: azafrán, nuez moscada, curry, canela, cardamomo y anís, entre muchos otros. Es tal el esplendor de aromas y sabores que en una típica comida de la India se alcanzan a probar hasta 25 especias diferentes. El curry, en particular, no tiene límites: se trata de una mezcla de diferentes especias muy utilizada en el sur y sudeste asiático. Existen miles de fórmulas diferentes para el curry, aunque los más frecuentes son el rojo, el amarillo, el verde o el de Masaman. Es un ingrediente omnipresente: está en platos de carne o arroz, con yogur o con azúcar, en salsas o en sopas, en fin.

La cena en Calcuta comienza con un poco de naan, que es uno de los panes típicos de la India: blando, delgado, elaborado con yogur y levadura, y cocido en el horno tandoor. En este restaurante, según la tradición india, lo llevan a la mesa acompañado con tres salsas: una de yogur y cohombro, un delicioso chutney de mango y una rubicunda salsa que incluso en pequeñas dosis arranca lágrimas. Una comida india, en efecto, no está completa sin un abanico de platitos con chutneys, papads o raitas, que son diferentes salsas de sabores enfrentados: dulce, ácido, picante, salado…

El primer bocado en Calcuta ya deja ver el espectáculo que le sigue. Es un carnaval para las papilas gustativas. Un par de papadams (albóndigas de harina de lenteja repletas de especias, de sabor anisado, blandas de corazón y de corteza crocante), abren el show en compañía de un chutney entre dulzón y picante. Luego, chemeen pappas: camarones fresquísimos y en su punto justo de cocción, en una salsa sopuda de leche de coco, hojas de fenugreco, especias y cebolla. ¿Pueden ustedes imaginar tal festín de sabores?

Los platos fuertes no son menos. En Calcuta existe una selección, corta pero apropiada, de recetas tradicionales. A mí me encanta el vindaloo, que consiste en trozos de cerdo cocidos lentamente en una salsa agridulce con canela, anís estrella, vinagre y chile. Al fondo, ciertos tonos picantes. ¡Riquísimo! También probé el tandoori murgh, el clásico pollo rojo marinado en yogur, achiote y especias, de increíble jugosidad y exterior dorado, acompañado con un curry verde de sabor refrescante. Es una especialidad del norte de la India, y recibe este nombre gracias al tandoor, que es el horno de arcilla en el que se prepara. La marinada de yogur y especias, por su parte, es conocida como tandoori masala.

Lo que más me impresiona de la cocina india, debo decirlo, es su aroma. Lástima que de niños nos enseñaron que oler la comida es de mala educación. Me perdonarán, pero me resulta imposible alejar mi nariz de esos vapores fragantes que se desprenden de los platillos indios. Parecen hechos pensando en el olfato antes que en el gusto. Por eso, opino que la ginebra les va de maravilla, quizá por que también es tremendamente perfumada.

¿La atención? Discreta y sin mucha ceremonia, pero rápida y oportuna, eso sí. Y el ambiente, en particular el salón para fumadores lleno de cómodos cojines, es muy acertado. Lástima que la música, esa linda música de la India, se pierda entre los pasillos. Como un dato anecdótico, la carta advierte al final sobre la complejidad de la cocina india: “Les agradecemos por su paciencia. Algunos platos son dispendiosos y toma tiempo su preparación”. No sobra decirlo. Pero la verdad es que ahí, en ese ambiente tan agradable, entre aromas y sabores tan intensos, a uno el tiempo se le pasa volando.

Calcuta
Dirección: Calle 75 N° 8-12.
Teléfonos: 249 5892.

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viernes, septiembre 01, 2006

Patagonia, un lugar de culto

Patagonia es un restaurante bien particular. Veamos primero todo lo que, a mi juicio, se le podría reprochar: parece un cliché de lo argentino que es, y lo digo por los tangos infaltables, por sus paredes atestadas de recuerdos del River Plate, por el acento indudablemente porteño que se le escucha al propietario cuando reparte, él mismo, las órdenes y por el olor a asado que sube imparable por las calles de Usaquén cada vez que las brasas se alebrestan.

Por otro lado, posee una de las cartas más peculiares que conozco. De beber hay pocas opciones: Vino, cerveza o agua. Cierta vez, alguien en mi mesa preguntó por los jugos y la respuesta que obtuvo fue “y bueno che, te ofrezco juguito de cebada”. Y si es cerveza, sólo Quilmes, que es una verdadera delicia. ¿Vinos? Cuatro referencias de malbec, obviamente argentinos. No más. Y debo aclarar que el servicio del vino es un desastre innombrable.

Las entradas son tres: provoletta, chorizo y morcilla. Pero el colmo de la simplicidad está en los platos fuertes: hay bife de chorizo o costillitas de cerdo al limón. Eso, más un par de postres, es todo el menú. Aparte de todo eso, algo más: las mesitas de palo son todo lo contrario a la idea menos exigente de comodidad.

Pero, ¿qué es entonces lo que tiene Patagonia? ¿Por qué vive atestado de comensales ansiosos? Se los diré: tiene la mejor carne de Bogotá, sin lugar a dudas. Carne y no más. Carne y carne. Carne con carne. Carne elevada al nivel de una pieza artística, que es como los argentinos creen que debe ser la carne. El corte es perfecto, la maduración es rigurosa, el término es sagrado y la preparación sobre esas rubicundas brazas es milimétrica. Vegetarianos abstenerse. No se asomen ni a la esquina.

Vamos por partes. Si tienen tan pocos platos, apenas cinco, es de esperarse que sean expertos. Y lo son. La provoletta asada sobre la parrilla llega con una costra tostada y su interior cremoso y escurridizo. Es una entrada perfecta. El chorizo es argentino sin dudas, con su fondo anisado característico; y la morcilla, por supuesto sin arroz, especiada y pastosa en su relleno, de sabor concentrado y firme.

El bife es sinuano, de donde provienen las mejores carnes de Colombia. Se madura según reglas inviolables: al vacío y 20 días a 3° C. Al final, resulta blando al extremo, perfectamente marmoleado y de un sabor perfecto. Luego a la parrilla, de donde gracias a la buena administración del calor sale en su término justo (a mí me encanta un poquito arriba de azul), sellado por fuera y abundante en jugos internos. Permítanme decirles que durante el tiempo que demoro despachando un bife de estos soy completamente feliz. ¿Y la costillitas al limón? Hay que probarlas, cómo no, porque son monumentales. Pero lo mío es el bife.

Entonces, Patagonia es un lugar de culto para carnívoros en donde la parrilla se convierte en una ciencia exacta. Pocas veces puede uno estar tan concentrado en la tarea de saborear ese jugoso bife apenas pasado por las brasas, y disfrutar mientras tanto, lentamente y a sorbos cortos, un malbec, mientras desde los parlantes se derrama ardiente Caminito o Cuesta abajo. Eso es lo que tiene este singular localito, y por eso es que vive repleto. Si fallan en todo, casi todo lo demás, es porque en lo único que son realmente expertos, sin duda alguna, es en la carne.

Patagonia
Dirección: Carrera 6A N° 10-01 Usaquén.
Teléfono: 342 3830.

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