La sartén por el mango

miércoles, julio 05, 2006

Masacre sobre la mesa

Me encanta la langosta, así que el fin de semana pasado fui a uno de esos restaurantes donde las exhiben vivas en unos pequeños estanques, para que el cliente elija la de su preferencia. Así lo hice, y todo estuvo perfecto hasta que el encargado atrapó la que yo le señalé con el dedo, la puso sobre un tablón y allí, frente a mis ojos, le atravesó un cuchillo de punta a punta, y yo tuve que presenciar la agonía del animalejo y sus últimos espasmos de vida. No me pregunten por qué me puse sentimental (no me suele pasar), pero volví a la mesa destruido, sintiendo una especie de incómoda vergüenza por haber sido el autor intelectual de semejante patíbulo. Sobra decir que esa carne, que igual encontré exquisita, se me atascó entre el pudor y la conciencia.

Luego averigüé, y me explicaron que hay dos maneras de matar a una langosta: la que tuve que presenciar o zambulléndola en un caldero hirviente. “¿No es muy cruel?”, pregunté, a lo que me respondieron, tratando de tranquilizarme, que por mucho el animalito pataleará 30 segundos dentro de la olla antes de morir. ¿Pueden imaginar ustedes, amables lectores, lo que es patalear durante 30 segundos dentro de una olla hirviendo?

Coincidencialmente, días después de este episodio leí en The New York Times un artículo sobre la creciente preocupación de los consumidores sobre la manera como fueron alimentados, criados, engordados, sacrificados y procesados los animales que llegan a sus mesas. Decía el artículo que en Estados Unidos la gente está empezando a exigir carnes no sólo saludables sino que se hayan producido sin crueldad. De hecho, en algunos Estados han prohibido la comercialización del controvertido foie gras, tan aplaudido por exquisito como abucheado por cruel.

Para los que no lo saben, el foie gras se obtiene gracias a una enfermedad del hígado de las ocas, causada por la alimentación en exceso, que hace que éste órgano crezca en proporciones anormales. Como las ocas consumen instintivamente sólo la cantidad de alimento que necesitan, los productores de foie gras les abren el pico a la fuerza, les ensartan un embudo y las rellenan mecánicamente de papilla de maíz día tras días tras día hasta que prácticamente las hacen reventar. A mí me encanta el foie gras, pero luego de conocer este tétrico procedimiento ya no me sabe tan bien.

Si uno va al origen y producción de las carnes que come, encontrará horrores que pondrán en la balanza las consideraciones éticas y los gustos gastronómicos. El hombre es hoy el depredador supremo, y ha subordinado a las demás especies para su propio provecho. Desde las majestuosas ballenas que arponean sin cesar las flotas navales japonesas hasta los pollos que consumimos a diario, criados en lamentables condiciones de hacinamiento e inmovilidad, y atiborrados de suplementos químicos para acelerar su engorde. Desde las ostras que nos llevamos los epicúreos a la boca mientras se aún retuercen en los ácidos del limón hasta las terneras que no acaban de pasar días cuando ya se están subiendo al cadalso.

Pero lo inhumano detrás de nuestros hábitos alimenticios no sólo se relaciona con las técnicas de producción. También con la sobreexplotación. Mientras ustedes leen esta columna, de los mares del mundo se extraen miles de toneladas de peces cuya población disminuye dramáticamente, por lo cual es posible que nuestros nietos no alcancen a probar el atún, el salmón, el mero o el lenguado. Y aún a sabiendas de la futura e inminente escasez, las redes siguen saliendo del agua atestadas de peces, y el consumo mundial no da un mínimo respiro.

Por supuesto, no se trata de llegar al extremismo de algunas facciones alimenticias que rechazan todo lo que no sea estrictamente vegetal, pero sí creo que debemos cuestionarnos la crueldad que hay detrás de nuestra alimentación. Y lo digo yo, que soy adicto a la buena mesa, rebosante de langosta, foie gras y deliciosas terneras. Así que vale la pena hacerse algunas preguntas antes de pasar a la mesa: ¿Cuál es el límite entre lo inhumano y lo provechoso? ¿Qué tanta crueldad hay detrás del próximo bocado? ¿Se justifica, por razones gastronómicas o alimenticias, esta crueldad?

1 Comments:

  • Cuanta crueldad, Teodoro. Es que ya no matamos animales para satisfacer una necesidad sino para dar guasto a nuestros más absurdos caprichos. Buena columna. Dura.

    By Anonymous Anónimo, at 2:39 p.m.  

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