Soy un comensal y nada más. Por eso, ahora que empiezo con esto de la crítica, me siento como atorado. No será fácil señalar aciertos y errores por igual, ya que la percepción de la cocina corresponde a un ámbito tan subjetivo como lo puede ser el amor. Quizá lo que para usted es un detalle sin importancia, para mí significa la piedra angular de la experiencia gastronómica, y viceversa. Por eso, como primer bocado de esta serie de columnas en las que calificaré los restaurantes colombianos, quiero asegurar que más que sentar cátedra lo que pretendo es aconsejar a otros comensales con mis opiniones.
Empecemos con un clásico. Es sorprendente que en la oscura y fría carrera 13 de Bogotá, en la Zona Rosa, se afinquen varios de los restaurantes más reconocidos de la ciudad, entre ellos Niko Café, al que fui a comer esta semana. Lo conocí hace un par de años, motivado por saber que pertenece a la misma casa del buen Di Lucca, así que compartiendo ADN no se podría esperar menos. Sin embargo, ahora que vuelvo el panorama es diferente. Hace dos años la Bogotá gastronómica era tremendamente subdesarrollada, tanto como el sistema de transporte de la ciudad, así que el rasero no estaba muy alto. Pero, al igual que Transmilenio trajo una revolución a las calles, los nuevos restaurantes metieron la revuelta a los manteles. Hoy, con locales de alta calidad como los que empiezan a surgir en Bogotá, no se puede perdonar que un restaurante top no esté al nivel. Además, los comensales se han educado, saben de vinos, disfrutan de los buenos ingredientes y no perdonan –y mucho cuidado con esto- ni la más mínima deficiencia en el servicio.
Comenzaré por el lado liso, para luego enfrentar el rugoso. El sábado pasado me atrajo un Morandé Terrarum Carmenere de la bien abastecida carta de vinos, pero luego fui informado de que no lo tenían, así que opté por la misma casa, pero en Malbec del 2003, que resultó ser una apertura acertada para lo que vendría luego. Para entrar, en mi plato un tartar de atún fresco, aunque en Bogotá la máxima frescura que se puede esperar es de cuatro o cinco días; de textura justa, sabor un poco tímido quizá aplacado por el perejil, y acompañado con unas tostadas de pan de campo. En el plato de mi señora, un ceviche peruano convincente, pero tímido en los tres ingredientes clásicos que hacen peruano el ceviche: el maíz choclo fresco y dulce, el irremplazable ají rocoto y la finas hojitas de algas del Pacífico. Luego, para el plato fuerte, un risotto di mare de excelente sabor, generoso en anillos de calamar y recatado en pulpitos y langostinos, y de textura exacta, lo cual es digno de resaltar en un restaurante que no se especializa en las técnicas de cocción italianas. Y un filete de mero fresco (“de la mar el mero y del campo el cordero”, como se dice en España) agitado por una salsa de maíz, tomate y cebolla, en una mezcla de sabores que nunca hubiera imaginado. Y esta es la parte de la noche cuando me emociono, cuando encuentro sabores que me sorprenden, que se salen de la clásica concepción de lo que debe ser una receta armónica y se atreven a explorar. Eso es, en resumen, lo que Picasso hizo con el arte.
Pero vamos al lado rugoso del asunto: hace mucho tiempo no me enfrentaba a una atención tan desafinada. Para empezar, poco nos guiaron con la carta de vinos, de manera que si yo no tuviera un algo de experiencia habría corrido el riesgo de una elección peligrosa; y ya en mi mesa, nunca un mesero se animó a abastecer las copas a medida que se iban vaciando. Luego, a pesar de contar con un sistema de sonido decoroso, no salía música de allí, que es lo que en un restaurante sirve para moderar las conversaciones de las mesas. El resultado fue un caldo de conversaciones en el que todos prestaban más atención a la charla de al lado que a la propia. Está bien, pasa lo de la música y lo del descuido con los vinos, digo, pero lo que no puedo entender es la falta de cortesía de no ofrecer pimienta al comensal, y tardar una eternidad en llevarla a la mesa cuando se solicita. Esto lo que demuestra es una pizca de desidia y, repito, ahora que en Bogotá se disfruta de una revolución a manteles, no es ni imaginable en un restaurante de primera categoría.
La comida bien, para resumir. Nada que emocione realmente, pero cumple con el mandato de buena preparación, buen sabor y buena presentación. Si se quiere comer sin contratiempos, este es el lugar. Lo del servicio sí es un tema que no se debe pasar por alto, porque una falla en este campo hace olvidar la buena experiencia gastronómica, y se puede convertir en un lastre capaz de mandar a pique a cualquier restaurante.
1 + + Comida
2 + + Creatividad
3 + + Presentación
4 + + Carta de vinos
5 + Ambiente
6 Atención
Total 9 de 18
Precio $$
Etiquetas: Bogotá, Mediterránea, Pescados, Restaurante, Zona T
1 Comments:
Really amazing! Useful information. All the best.
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By Anónimo, at 5:18 a.m.
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