La sartén por el mango

miércoles, julio 26, 2006

Confieso mi íntima tentación

Qué descuidado soy. Por poco olvido lo placentero que es el patio de H. Sasson un viernes en la noche, sin afanes ni distracciones, en compañía de amigos y amores. Buena música, un ambiente respetuoso y una de las atenciones más juiciosas que he encontrado en Bogotá. Allí estuve el viernes pasado, con un enigmático y explosivo Viña Ardanza Reserva 1998 (Rioja Alta) sobre mi mesa, y en medio de mi cena no pude evitar pensar que comparto esta página con uno de los grandes chefs de Colombia. Y no sólo eso, porque también resultó ser un empresario tremendamente riguroso.

Harry sometió a revisión la carta de su restaurante H. Sasson, su atalaya ubicada en la Zona T, cuyo local, además, fue objeto de una necesaria remodelación. Por cierto, debo aplaudir que la carta informe el valor de los platos antes de IVA y también con este impuesto, además de los minutos que demoran en salir de la cocina, lo cual sirve para programar la cena en tiempo y en dinero. Lo único que falta, y que creo ineludible, es la traducción al inglés.

Decidí investigar, lupa en mano, las nuevas ofertas de este menú. Empecé por los wontons fritos de langosta y mascarpone, cerrados como si de barriletes se tratara, y acompañados con una salsa dulce y picante con acentos de jengibre, que les va de maravilla. Son tostados, crujientes y de corazón rebosante. Luego, huevos cocotte con prosciutto y cangrejo al horno de leña, robustos y de sabor contundente, y las lonjas de prosciutto dóciles después de entregar sus humores en la preparación.

Acto seguido, el atento equipo de meseros (en H. Sasson actúan en cuadrilla), llevó a mi mesa un carpaccio de atún ahumado, con rumores de pimienta negra y una ensaladilla de palmitos encurtidos en limón. ¿Cómo puede ser un atún tan fresco en Bogotá, a tantos kilómetros del mar? Y vino, por fin, la entrada que merece venias: mejillones de temporada, abiertos como bocazas y tentadores, soberanos, sin excesos de salsa (un caldito de limonaria y curry verde, no es más), ni sabores intrusos que acorralen su ligero gusto yodado. Mejillones… mi placer.

Debo recomendarles a mis lectores, como plato fuerte, el filete de mero que redefine el calificativo de jugoso, cocido en el horno tandoor (tradicional de la India) y marinado con yogur, hierbabuena y garam masala, que es una aromática mezcla de especias frecuente en el sur de Asia. La combinación de sabores es acertada y no olvida que el mero es el protagonista. Tampoco se puede pasar por H. Sasson sin hincar el diente en los melosos langostinos con marañones y shiitakes, presentados sobre una pega de arroz al estilo chino crujiente como, digamos, un chicharrón.

Pero seamos honestos. A pesar de que la comida en H. Sasson es impecable y el servicio es tan estricto que parece entrenado en la academia militar, esas no son las verdaderas razones por las que vuelvo una y otra vez. Finalmente, lo confesaré: mi íntima motivación es la tarta de chocolate belga caliente, con un cremoso corazón que se escurre deliciosamente cuando se le clava con lujuria la cuchara. Es una tentación, una trampa que me seduce y en la que no me canso de caer. El patio de H. Sasson, entonces. Y, además, una buena botella de vino, compañía exacta y la promesa de terminar la noche con una tarta de chocolate. ¡No puedo desearlo con más urgencia!

H. Sasson Wok & Satay Bar
Dirección: Calle 83 N° 12-49.
Teléfono: 616 4520.

teodoromadureira@hotmail.com

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viernes, julio 21, 2006

Los jugosos frutos del desierto

Siempre he pensado en la cultura gastronómica árabe como una de las más intrigantes y, por lo tanto, emocionantes. Llena de sabores y técnicas ancestrales, con platillos que recuerdan los rigores del desierto, la escasez, el sofocante bochorno. Aunque los orígenes de esta tradición culinaria se pierden en la historia, entre dunas y espinas, es bien conocido que la alimentación de los primeros mahometanos era tan simple como los recursos con los que contaban: carne de cordero, unos pocos vegetales, leche y especias. Poco ha cambiado desde entonces.

Sin embargo, con sus migraciones, los árabes se han encargado de mostrar al mundo su cocina, y lo han hecho con tanto empeño que hoy es posible encontrar un buen restaurante árabe en casi cualquier lugar del mundo. Es el caso de Gyros & Kebab, en una de las más concurridas cuadras de la Zona Rosa bogotana, de arquitectura generosa, techos altísimos y sillas de mampostería en forma de herradura que resulta muy agradables.

Por allí pasé, esperando una nueva dosis de esos sabores tan emocionantes e inspiradores, y por eso no tardé en darle un largo sorbo a mi laban, un yogur frío con sal y ajo, espeso como arequipe pero refrescante, ¡es verdad! Tanto, que lo imagino ideal para el calor alucinante del Magreb. En un vaso, tres de los pilares de la alimentación árabe: el yogur, el ajo y la obsesión por mezclar lo dulce con lo salado.

Creo que una de las virtudes de Gyros & Kebab está en las preparaciones de su horno tradicional de leña, especialmente el pan: llega a la mesa despidiendo un olor que hace enloquecer a priori las papilas gustativas, y acompañado con una salsa de ajo delicada y sin excesivos protagonismos. La salsa está bien, gracias, pero para mí el verdadero placer consiste en untar ese pan con una capa generosa de tahine de garbanzo (hummus bi tahine), que en Gyros & Kebab es cremoso y con ricas notas de ajonjolí.

Luego, pequeños bocados o mezze, como los indios de uva (arroz y carne molida envueltos en hojas de parra), frescos y jugosos, con ese sabor fibroso e inconfundible de la parra y enormes como habanos. También las papitas al alioli cortadas en cubos, tostadas y sobre ellas derramada una salsa de ajo y aceite de oliva. Y cómo no, los kibbe Zeppelín, una especie de albóndigas puntudas de carne y trigo (el trigo es uno de los fundamentos de la alimentación árabe), rellenas con carne y cebolla. Los kibbes de Gyros & Kebab, si mi memoria no me juega una mala pasada, son de los mejores que he comido: tostados y crujientes en su caparazón, pero el interior jugoso, aromático y suave.

Como platos principales, el pernil de cordero al horno (aunque no se sienta el sabor que deja el horno de leña en las carnes), bañado con salsa de mantequilla y ajo. Pero hay que dejar espacio para un kebab de carne o un gyro (shawarma). El primero es un pincho marinado largamente en aceite de oliva, vinagre y ajo; y el segundo es carne cocida en un asador vertical giratorio, cortada luego en tiras, e insertada dentro de un pan árabe abierto junto con cebolla, tomate y otras verduras y salsas. Los dos son deliciosos y, sumados al tahine y al tabbouleh, son quizá las preparaciones árabes que mayor acogida han tenido en el mundo, especialmente en forma de comidas rápidas.

¿Y el servicio?… Ah, el servicio… Perdonen ustedes mis caprichos con el servicio. Yo sé que es difícil y costoso en Bogotá encontrar meseros calificados, que atiendan con celeridad y con dedicación, pero esas limitaciones no pueden seguir siendo la justificación para las fallas en el servicio de las que adolecen la mayoría de restaurantes. No puede ser posible que en los comedores se arremeta a garrotazos contra el esfuerzo de calidad y eficiencia de las cocinas. Salvo la amable atención de una host sonriente y llena de sugerencias, este es el caso de Gyros & Kebab, y si este defecto se corrigiese, no dudaría en decir de este lugar que es uno de los más agradables para cerrar los ojos y sentirse en el Magreb.

Gyros & Kebab
Carrera 13 N° 82-28.
Teléfono: 635 9325.

teodoromadureira@hotmail.com

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miércoles, julio 12, 2006

El impuesto a los tenedores

Gran revuelo público causó hace un par de semanas la aprobación por parte de la comisión tercera del Senado de un proyecto de ley gracias al cual el Gobierno cobraría al sector turístico un nuevo tributo, que se destinaría a la promoción de Colombia en el exterior. En particular, lo que más llamó la atención fue la creación de un gravamen de entrada al país para turistas. Pero en las entrelíneas del proyecto hay un punto que puede sonar preocupante para nosotros, los aficionados a la buena mesa.

La idea que tienen en mente los ministros de Comercio, Industria y Turismo, Jorge Humberto Botero, y de Hacienda y Crédito Público, Alberto Carrasquilla, proponentes de este proyecto de ley, es recaudar fondos para intensificar la promoción de Colombia en el exterior y posicionar al país como un destino turístico. Para esto, a través del nuevo impuesto esperan recaudar unos $10.000 millones anuales. Actualmente Colombia destina alrededor de 1,9 millones de dólares a las actividades de promoción turística, mientras que el promedio mundial, según la OMT, es de 12 millones de dólares. Como un ejemplo, Perú destinó para este rubro en 2005 alrededor de 15 millones de dólares. Eso significa que, en efecto, Colombia está rezagada en materia de promoción, y quizá por eso en el contexto internacional pesan más las noticias negativas que las que exaltan las virtudes del país.

La intención es clara. Según los ponentes, este proyecto de ley busca “el fortalecimiento del Fondo de Promoción Turística y el consecuente desarrollo y profundización de las estrategias de promoción del país como destino turístico”, lo cual, suponen, “le permitiría a Colombia entrar a competir en condiciones de mayor igualdad en el contexto latinoamericano”.

Para empezar, no sé hasta dónde sea buena idea tratar de impulsar un sector –que ya goza de un aceptable dinamismo- clavándole nuevos tributos. Por supuesto, el fin planteado para estos recaudos, el de promover la imagen turística del país en el exterior, tiene su justificación bien fundamentada, y quizá la publicidad resulte efectiva en el esfuerzo de aumentar el flujo de turistas al país, aunque para atraer viajeros quizá sea más conveniente empezar por hacer seguros y atractivos los “atractivos” turísticos del país.

Pero bueno, se preguntarán qué hago yo hablando de un proyecto de ley en mi columna sobre restaurantes. Este es el punto que me preocupa. Ocurre que revisando el texto de este proyecto encontré que se contempla la ampliación de la base de contribuyentes prevista en la ley 300 de 1996, de manera que empezarán a tributar, entre otros, las aerolíneas, las concesiones viales y los restaurantes que presenten ventas anuales superiores a los $202 millones al año (16.875.000 mensuales). Según Acodrés, gremio que agrupa a los restaurantes, en Colombia existen más de 5.000 locales que cumplen con este requisito y que, por tanto, tendrán que empezar a ser aportantes del 2.5 por mil de sus ventas netas.

Lo que me temo es que este tributo terminará por trasladarse al consumidor final, es decir, a nosotros los comensales, que ya tenemos que pagar un IVA astronómico en nuestras cuentas. De manera que será un algo así como un impuesto a los tenedores que pagaremos los comensales nacionales. Aunque el sector de la restauración es muy fuerte en este momento y está mostrando un crecimiento sólido, quizá lo que se logre con este nuevo tributo sea desestimular a los comensales locales, que somos los que realmente estamos atizando la explosión gastronómica en Colombia.

Además, creo que es inapropiado considerar a los restaurantes como zona turística teniendo en cuenta solamente sus ventas netas, ya que muchos de los que empezarían a tributar no están ubicados en sectores visitadas por los viajeros, y en el mejor de los casos reciben un porcentaje mínimo de comensales extranjeros. No me quedan claras, entonces, las razones por las que los restaurantes se colaron en este proyecto de ley, y si su inclusión es necesaria para cumplir la meta declarada por los ponentes, que es hacer más competitivo al país en materia de turismo. Quizá lo único que se logre sea encarecer aún más el delicioso ejercicio de los tenedores.

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miércoles, julio 05, 2006

Masacre sobre la mesa

Me encanta la langosta, así que el fin de semana pasado fui a uno de esos restaurantes donde las exhiben vivas en unos pequeños estanques, para que el cliente elija la de su preferencia. Así lo hice, y todo estuvo perfecto hasta que el encargado atrapó la que yo le señalé con el dedo, la puso sobre un tablón y allí, frente a mis ojos, le atravesó un cuchillo de punta a punta, y yo tuve que presenciar la agonía del animalejo y sus últimos espasmos de vida. No me pregunten por qué me puse sentimental (no me suele pasar), pero volví a la mesa destruido, sintiendo una especie de incómoda vergüenza por haber sido el autor intelectual de semejante patíbulo. Sobra decir que esa carne, que igual encontré exquisita, se me atascó entre el pudor y la conciencia.

Luego averigüé, y me explicaron que hay dos maneras de matar a una langosta: la que tuve que presenciar o zambulléndola en un caldero hirviente. “¿No es muy cruel?”, pregunté, a lo que me respondieron, tratando de tranquilizarme, que por mucho el animalito pataleará 30 segundos dentro de la olla antes de morir. ¿Pueden imaginar ustedes, amables lectores, lo que es patalear durante 30 segundos dentro de una olla hirviendo?

Coincidencialmente, días después de este episodio leí en The New York Times un artículo sobre la creciente preocupación de los consumidores sobre la manera como fueron alimentados, criados, engordados, sacrificados y procesados los animales que llegan a sus mesas. Decía el artículo que en Estados Unidos la gente está empezando a exigir carnes no sólo saludables sino que se hayan producido sin crueldad. De hecho, en algunos Estados han prohibido la comercialización del controvertido foie gras, tan aplaudido por exquisito como abucheado por cruel.

Para los que no lo saben, el foie gras se obtiene gracias a una enfermedad del hígado de las ocas, causada por la alimentación en exceso, que hace que éste órgano crezca en proporciones anormales. Como las ocas consumen instintivamente sólo la cantidad de alimento que necesitan, los productores de foie gras les abren el pico a la fuerza, les ensartan un embudo y las rellenan mecánicamente de papilla de maíz día tras días tras día hasta que prácticamente las hacen reventar. A mí me encanta el foie gras, pero luego de conocer este tétrico procedimiento ya no me sabe tan bien.

Si uno va al origen y producción de las carnes que come, encontrará horrores que pondrán en la balanza las consideraciones éticas y los gustos gastronómicos. El hombre es hoy el depredador supremo, y ha subordinado a las demás especies para su propio provecho. Desde las majestuosas ballenas que arponean sin cesar las flotas navales japonesas hasta los pollos que consumimos a diario, criados en lamentables condiciones de hacinamiento e inmovilidad, y atiborrados de suplementos químicos para acelerar su engorde. Desde las ostras que nos llevamos los epicúreos a la boca mientras se aún retuercen en los ácidos del limón hasta las terneras que no acaban de pasar días cuando ya se están subiendo al cadalso.

Pero lo inhumano detrás de nuestros hábitos alimenticios no sólo se relaciona con las técnicas de producción. También con la sobreexplotación. Mientras ustedes leen esta columna, de los mares del mundo se extraen miles de toneladas de peces cuya población disminuye dramáticamente, por lo cual es posible que nuestros nietos no alcancen a probar el atún, el salmón, el mero o el lenguado. Y aún a sabiendas de la futura e inminente escasez, las redes siguen saliendo del agua atestadas de peces, y el consumo mundial no da un mínimo respiro.

Por supuesto, no se trata de llegar al extremismo de algunas facciones alimenticias que rechazan todo lo que no sea estrictamente vegetal, pero sí creo que debemos cuestionarnos la crueldad que hay detrás de nuestra alimentación. Y lo digo yo, que soy adicto a la buena mesa, rebosante de langosta, foie gras y deliciosas terneras. Así que vale la pena hacerse algunas preguntas antes de pasar a la mesa: ¿Cuál es el límite entre lo inhumano y lo provechoso? ¿Qué tanta crueldad hay detrás del próximo bocado? ¿Se justifica, por razones gastronómicas o alimenticias, esta crueldad?

martes, julio 04, 2006

La experiencia de los clásicos

Adoro los restaurantes clásicos, los de toda la vida, porque, como los buenos vinos, el tiempo los ha reposado, los ha decantado y les ha sacado a relucir lo mejor de su personalidad. Además, sabe uno que no abren sus puertas y alisan sus manteles a diario de manera gratuita. Se han ganado el triunfo, que en el negocio de los restaurantes no es más que la permanencia. Di Lucca es ya casi uno de esos clásicos.

En efecto, goza de todos los atributos de su edad, sin contar la experiencia del abuelo. Yo, por ejemplo, adoro la sencillez de su menú, que no es simplicidad. A veces me ocurre que tardo siglos leyendo los menús muy complejos, plato por plato, tratando de decidir entre docenas de opciones, y siempre salgo pensando que habría sido mejor elegir otra cosa. ¿No les pasa a ustedes? En cambio, la carta de Di Lucca es específica y puntual, va al grano y carece completamente de ínfulas innecesarias, es tan deliciosamente sencilla como lo es la cocina tradicional italiana.

No creo que Di Lucca sea un restaurante que se pueda calificar como excelente, porque con el rasero tan alto que existe ahora en Bogotá, los que antes andaban en el curubito ahora son restaurantes normales apenas, sin que esto suene denigrante. Es el caso de Di Lucca, que para una cena descomplicada, sin mucho trámite, cae del cielo. Y lo cierto es que salvo algunos tropiezos en materia de servicio (que es algo lento y un poco distraído), en la cocina hacen un buen trabajo. Yo, por ejemplo, despacho con gran placer la milanesa de ternera, un clásico indiscutible, o las pastas siempre frescas (elaboradas in situ).

Volví a Di Lucca hace unos días, para saber en qué andaba esta respetable cocina. Para empezar mi cena pedí el carpaccio de pulpo, un platillo que en otro restaurante italiano, 8 1/2, el chef DiSauro preparaba de forma magistral. Tristemente el pulpo no estaba fresco, así que al final se le alcanzaba a percibir un leve gustillo a nevera. Además, el concasé de tomates con que se acompaña este plato oculta el sabor del cefalópodo, que en su justa cocción y frescura es espectacular. En cambio el prosciutto di Parma en lonjas generosísimas, con un contenido de grasa adecuado y un sabor fino en el paladar, acompañado con tajadas de melón dulce, me reconfortó.

Como plato fuerte me fui por el risotto, que en Di Lucca preparan con verdadera experticia. No soy diestro con la sartén sino con el tenedor, pero siempre he tenido la impresión de que el risotto es un plato de difícil preparación. En la mesa, si llega fuera de término, podría ser un desastre incomible. Pues mi risotto di mare estuvo perfecto. Quizá el sabor del perejil dejó en la sobra al tímido perfume del azafrán; pero, por otro lado, los langostinos y calamares estaban fresquísimos y de un sabor inigualable.

Le falta, creo, un poco de ambiente. Mi cena, por ejemplo, hubiera estado mucho mejor si envés de rock ochenteno fluyera de los parlantes una música relajada, que me recordara las mediterráneas tierras de donde viene la comida que estaba despachando. No sé, es que soy un caprichoso y me encantan los ambientes completos. Pero, insisto, aparte de estos comentarios que no son del todo trascendentales, una cena en Di Lucca cumple con su objetivo: comida adecuada, buen vino, ojalá una compañía agradable y quizá una mesa en la agradable terraza. El resto es capricho.

Di Lucca
Dirección: Carrera 13 No. 85-32.
Teléfono: 611 5665.

teodoromadureira@hotmail.com

1 + + Comida
2 + Creatividad
3 + + + Presentación
4 + + Carta de vinos
5 + + Ambiente
6 + + Atención
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