La sartén por el mango

viernes, abril 28, 2006

Una fortaleza en ruinas

El Club de Pesca, en Cartagena, es toda una institución. Si no estoy mal, ya supera los 40 años de servicio, y la verdad es que es una de las facetas lindas de La Heroica. Está en el Fuerte de San Sebastián del Pastelillo, joya de la arquitectura militar cartagenera, construido en 1743 sobre las ruinas de la primera fortaleza que se levantó en la ciudad.

Este lugar era uno de los bastiones de la defensa de la bahía contra los ataques de piratas y corsarios, con 31 cañones apostados en sus tres murallas. Es una construcción magnífica, con sus gruesos muros cargados de historia y, además, es un ejemplo de la arquitectura por la que Cartagena ha cobrado fama internacional. Hoy, siglos después de haber renunciado a su uso militar, se ha convertido en uno de los lugares más románticos de la ciudad.

Yo reservé una mesa en el muelle, que es, a mi gusto, el mejor comedor de El Club de Pesca, desde donde se tiene una vista prodigiosa de la bahía y se recibe la frescura de la brisa marina. Lástima que ahora instalaron unas feas carpas iluminadas por luces blancas, que le restan calor y romanticismo al muelle. De resto, perfecto: boleros (Noches de Cartagena incluida, por supuesto), luz de luna y una botella de chardonnay chileno un poco más frío de lo que debía estar.

Y perdonen si me distraigo en alabanzas a la arquitectura y el ambiente, y dejo de lado con esto el tema que en realidad nos ocupa, que es la comida, pero es que no hay mucho que decir sobre este aspecto. La cocina de El Club de Pesca es simple, sosa y tremendamente anticuada. ¿Cómo puede ser posible que en un restaurante que supuestamente figura como la punta de lanza en Cartagena aún ofrezcan en la carta platos tan arcaicos y escuetos como un pollo al vino? ¿Eso es todo lo que tienen en su repertorio? Y no es lo peor: medallones de lomo a la pimienta o a la bernesa, pechuga de pollo al estragón, ¡pollo a la plancha! ¡Parece el menú de una Primera Comunión en los años ochenta!

Las muelas de cangrejo en vinagreta que probé llegaron en un tamaño desastrosamente irregular, unas medianas pero la mayoría mínimas, aunque la vinagreta estaba de buen sabor, un poco dulzona pero perceptible en su justo punto. También un cóctel de langostinos, nada asombroso, aunque debo anotar la extrema frescura de sus ingredientes, lo cual es de esperarse en un restaurante al lado del mar.

El Festival de Mariscos es el plato fuerte recomendable. Trae una langosta de tamaño apenas justo, algunos langostinos y un filete de pescado blanco, todo a la plancha, y de compañía calamares encebollados, caracoles al coco, un mejillón al ajillo, arroz con coco y patacones. Buen tamaño. Uno queda satisfecho. Pero estamos hablando de un plato que sobresale únicamente por eso. De creatividad, de pericia culinaria, de innovación y desarrollo, nada. El Filete de Róbalo en salsa de mariscos estaba riquísimo, eso sí, de buena sazón y en buen término. Y los postres… Bueno… Como dice Andrés López, “deje así”.

No es por censurar o descalificar a este importante restaurante Cartagenero, pero pienso que si se goza de sus dos grandes cualidades, como son estar ubicado en un emplazamiento privilegiado y ser uno de los más visitados por los turistas que llegan a la ciudad, no se puede bajar la guardia en lo primordial, que es la cocina. Este es un restaurante de alto nivel, no un localito. Así que deberían ser consecuentes en los fogones con semejante responsabilidad. Quizá ya sea hora de revisar la carta, de reformar la cocina, de ofrecer algo de la creatividad que se desarrolla en otros restaurantes cartageneros. Porque quizá solo así El Club de Pesca estará preparado para dar la batalla durante otros cuarenta años.

Club de Pesca
Manga, Fuerte de San Sebastián del Pastelillo, Cartagena.
Teléfono: 660 5863.

teodoromadureira@hotmail.com
http://elmango.blogspot.com/

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lunes, abril 24, 2006

Muy cerca de la santidad

Aproveché los días de Semana Santa para dar un paseo por Cartagena y, como siempre, las callejuelas del centro revelaron su hermosura sin reservas y me permitieron disfrutar algunos de sus secretos. Uno de ellos, un restaurante ya tradicional, venido a menos hace algunos años pero ahora en pleno resurgimiento, me dejó en las puertas del cielo. Se trata de El Santísimo, ubicado en una de esas casonas del centro histórico y con un agradable patio sombreado por un palo de mango.

En estos fogones hay dos tendencias dominantes: la cocina del sudeste asiático y la tradicional cartagenera, y los dos se relacionan de buena manera. Dentro del menú, por ejemplo, se pueden encontrar algunos de los platos típicos de Cartagena, como la posta negra, la caldereta de mero y yuca o las deliciosas carimañolas rellenas con guiso de lomo de res.

Al son de boleros, como es natural, y con un Navarro Correa Colección Privada chardonnay sobre la mesa, nos santiguamos antes de empezar la cena con un Mama Cocha, un clásico cóctel de langostinos, regordetes y fresquísimos, presentados en la cuenca de una hoja de mazorca y acompañados con papitas en chip crocantes y doradas. Luego, el que para mí resultó ser el milagro de El Santísimo: un tartar de mojarra fresca, trucha ahumada y aguacate en brunoise. La combinación es perfecta. La mojarra y el aguacate, los dos de sabor suave, casi neutro, ayudan a domar el gusto ahumado de la trucha, y en conjunto aportan una textura deliciosa. El mesero trajo pan francés tostado para acompañar el tartar, pero yo lo encontré tan delicado que preferí comerlo solo.

En los fuertes, los langostinos Vishnú (el Dios conservador) son de santiguar, de tamaño no muy generoso, quizá U16-20, marinados con limón y cúrcuma, luego cocidos sobre la plancha y terminados sobre una salsa de jengibre fresco y la primera leche de coco. La presentación igual de sublime: llegan a la mesa en un vistoso envoltorio de hojas de bijao o platanillo, con yuquitas fritas y una sencilla pero refrescante ensalada verde. Suelo disfrutar del sabor de los langostinos sin muchas añadiduras, pero esta preparación la encontré exquisita: de suavidad justa, con el nivel de picante ideal y con los reflejos del jengibre presentes. También pasé mi tenedor por Los Gozosos, un plato de langostinos al ajillo con jerez y limón criollo en el que lamentablemente el sabor del ajo se imponía, quizá porque les faltó dorarlo bien en la sartén antes de flambear con el jerez.

De postre, y debo decir que en este lugar los postres son bastante dignos, la Lujuria, un crepe de moka que envuelve una bola de helado de vainilla de muy buena calidad, no de supermercado, sobre un espejo de salsa de chocolate blanco y menta; y la Envidia, un tulipán de galleta con mousse de mango en el centro, más dulzón que afrutado, y bañado con una imponente salsa de agraz que disfruté hasta la última cucharada.

Y acá viene el detalle especial de la cena. En medio de la noche cayó con gran estruendo un mango maduro que se desprendió de su palo y fue a dar a pocos centímetros de mi mesa. Al ver esto, sonrojada, una de las meseras lo recogió y nos ofreció, cortesía de la casa, un jugo fresco de mango, delicioso, recién preparado con ese inesperado fruto, y que fue la manera más refrescante y divertida de terminar la noche.

El Santísimo.
Dirección: Calle del Santísimo N° 9-19, cerca al Hotel Santa Clara.
Teléfono: 664 3316.

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Como le gusta a mi madre

Todo en esto de la gastronomía es cuestión de gustos. Hay personas que pagan una millonada por disfrutar del sabor aromático de la trufa negra, otros adoran sobre cualquier plato un buen sushi, algunos detestan los mariscos mientras otros sueñan con un buen plato de langostinos. Yo, la verdad, no tengo ninguna inclinación. Y es extraño, ya que mi madre sí la tiene muy bien definida: carne, carne en todas sus formas, pero especialmente un buen corte pasado por las brasas y así, sin más, a su plato. Quizá gracias a esa enseñanza yo disfruto también de los placeres de la carne, claro, en el buen sentido gastronómico.

Con esto en mente, conocí la semana pasada un restaurante especializado en cortes vacunos, cuyo nombre dice mucho de su carácter: La Bifería. La carta de este lugar es concreta y directa, sin distracciones. Tienen los clásicos cortes argentinos, como bife de chorizo y de paleta o el asado de tira y de vacío. Como en los buenos restaurantes de inclinación gaucha, no hay mucho de donde elegir: o carne o carne, aunque en La Bifería acertadamente incluyeron costillas de cerdo y filete de salmón.

Las entradas son un misterio, ya que junto al clásico provolone asado, que más gaucho no puede ser, tienen chorizos y morcillas, pero no de los clásicos argentinos que son inimitables, sino criollos, y esto despista un poco. Sin embargo, los chorizos pasan la prueba, de pura carne de res y bien condimentados. Aparte de eso, las empanadas son, quizá, las más inspiradoras que he probado.

Pero vamos al filete. Las carnes de La Bifería crecieron en los pastizales del valle del Sinú, donde se cría el mejor ganado de Colombia, que no es ni de cerca comparable con el brangus argentino. Es una lástima, porque si queremos carne de ésta calidad la única opción es importarla, con el costo que esto implica. En efecto, un corte importado puede ser casi tres veces más costoso que uno nacional. Sin embargo, esta carne sinuana está bien, es tierna y sabrosa, y en La Bifería la maduran in situ durante 15 días empacada al vacío.

Yo prefiero mis cortes en término azul. Así apenas reciben un paso rápido por la parrilla de manera que quedan sellados por fuera y crudos en el centro, con todos sus jugos alborotados. Si la carne es óptima, este es el término ideal, aunque los impresionables pongan el grito en el cielo. El bife de chorizo es un corte grueso y bordeado con una lonja de grasa en uno de sus costados, de textura intermedia y mucho, pero mucho sabor. Este es el corte más sabroso. Se debe recostar sobre los fierros por mucho durante 15 minutos. Como ocurrió en La Bifería, debe quedar sellado por fuera, con una costra que impida la pérdida de jugos, y rosado y tierno por dentro.

Otros cortes interesantes en este restaurante son el bife de paleta, no muy grueso y de suave textura y sabor, que queda como Dios manda en un término 3/4; y el asado de tira, uno de los cortes gauchos más tradicionales, que es la parte baja del costillar, grueso y con buena carga de grasa, sabroso aunque no muy tierno, ideal para disfrutarlo, como fue mi elección, con un Trumpeter Malbec 2004, de los viñedos de la Familia Rutini, poderoso sin perder su delicadeza.

Tengo una fuerte objeción, y es que el ambiente del lugar es desconcertante. La decoración está entre minimalista y típica argentina, la música es terriblemente desacertada y al lugar le falta algo de, qué sé yo, calor, ese calor que hace especiales a los restaurantes de carne a la parrilla. Y lo digo quizá porque los locales que conozco de este tipo son particularmente cálidos. Lo que le sobra a su carne en turgor le falta a La Bifería en calidez, en personalidad y en ambiente. Sin embargo, la carne es buena, pero existen otros lugares con igual calidad sobre las parrillas y un ambiente más especial.

La Bifería.
Dirección: Calle 79B N° 8-79.
Teléfono: 217 0219.

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Donostia con todo el tiempo del mundo

En una empinada calle de cuyo lomo cuelga, perezoso, el costado norte del Museo Nacional, muy cerca al sector de La Macarena en el centro de Bogotá, queda Donostia, en una casita humilde a primera vista, típica de barrio, pero generosa tras las puertas, amplia y de diseño fácil, sin pretensiones, sin innecesarias distracciones, porque a Donostia uno va a lo que va. No estamos hablando de uno de esos restaurantes ultra sofisticados que hoy abundan, en los que la arquitectura parece lo único importante y termina perturbando a los comensales. En cambio, en Donostia todo se vuelca a la comida y todo parece ser por la comida.

La particularidad de este lugar es que ofrece cocina de mercado. Eso quiere decir que en un tablerito ubicado arriba de la barra escriben a diario los platos fuera de la carta según su disponibilidad. Siempre lo del día, lo más fresco. Es una lástima que no vi este tablerito al entrar y que ningún mesero me sugirió estas opciones, porque sonaban bastante provocativas y siempre aplaudo los esfuerzos de los restaurantes por garantizar frescura. Eso es respetar al cliente.

Pero bueno, pasemos a la mesa. El mesero nos recomendó un McPerson Shiraz de 2003, australiano, oloroso y delicioso, con un sabor muy particular, perfecto para acompañar las comidas que elegimos. Tuve oportunidad de probar dos de las entradas de la carta, un ceviche de pulpo aderezado con aceite de albahaca, ácido y refrescante, y una crema de papa criolla con morcilla que realmente me sorprendió. Voy a improvisar la receta en casa. Dentro de los fuertes, un atún con espinacas catalanas en un justo término medio, con actitud y de sabor categórico, y con una reducción de guarapo apenas perceptible, que le entregó un matiz dulce muy adecuado. El ossobuco glaseado con oporto y láminas de pasta fresca, resultó muy interesante, de una suavidad extrema, aunque un poco bajo de sabor.

Aparte de esto, el elemento de resaltar en la carta es su creatividad. La base de esta cocina es española, pero intervenida con elementos locales. Ejemplos claros son el guarapo o la morcilla colombiana, y también pude ver algo de suero costeño y frutas locales. Me encanta que el chef se atreva, invente y reconstruya, involucre elementos locales. Esto es lo que yo defino como creatividad culinaria: no es un atún, es un atún con guarapo.

Me causó cierta inquietud encontrar que en este lugar no existe zona de fumadores. Bueno, sí existe: es un banquito como de parroquia de barrio apoyado en la pared, afuera, junto a la puerta. ¡Vieran ustedes! La peregrinación de comensales que, copa en mano, se levantan de sus mesas y salen del local para echarse un pitazo de cuando en cuando resulta más que incómoda, graciosa.

Pero vamos a lo dulce: Dos cosas me sorprendieron de buena manera. La primera es que siempre he pensado que sin importar qué tan deslumbrante sea la fachada de un lugar, o su anuncio o su mobiliario o lo que sea, lo que verdaderamente da una idea fiel de calidad es el baño, y en Donostia lo encontré impecable y de un diseño muy adecuado. Y la segunda es que entre bocado y bocado tuve que interrumpir la conversación para comentar la buena selección de música que nos acompañó esa noche, y que fue con delicadeza del chill out a la salsa dura y pura, para girar luego hacia el tango y el bolero. Es delicioso comer así.

Es que en Donostia, ahora lo entiendo, uno debe tomarse su tiempo para este tipo de detalles. No es un lugar para afanes. Es bueno recorrer pausadamente la carta, quizá ordenar algunas tapas primero: pimentones, queso manchego, chorizo. Es un lugar para hablar, para mirar a los vecinos. Donostia es uno de esos pocos lugares en los que comer es un placer que implica tiempo, todo el tiempo que quiera.

Donostia.
Dirección: Calle 29 Bis N° 5-84.
Teléfono: 287 3943.

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China con mucha altura

La cara de Mao Tse Tung, que recuerda las épocas más rojas del comunismo chino, se torna amable esta vez para dar la bienvenida a los comensales en China Club, un nuevo restaurante ubicado, para sorpresa de muchos, en el tercer piso del centro comercial El Retiro, en la Zona Rosa de Bogotá. Y digo que sorprende porque uno tiene la idea de que en un centro comercial la opción es una atestada y ruidosa rotonda de comidas rápidas. Pues este no es el caso. Todo lo contrario.

El local elegantemente industrial, urbano, dominado por el rojo, el negro y los metales, y diseñado por Miguel Soto, ocupa una terraza que en el día se abre hacia una vista fabulosa de la ciudad. El lunar –lástima grande-, es que no cuenta con baño propio, así que uno debe pasear por el centro comercial cada vez que lo necesita.

Esa noche la música fue un chill out suave, sostenido y pegajoso, a una altura adecuada para la conversación, humedecida con un par de cervezas Asahi. Elegimos entre los dumplings (pasabocas chinos) las prawn balls, albóndigas de camarón rebozadas y fritas; y de las entradas optamos por los wontons de lomo y camarón con salsa de chili: cuatro piezas consistentes, de suave picante y enmarañadas entre raíces chinas crocantes y apenas tocadas por el fuego.

Mi compañera, una buena amiga adicta como yo a la comida asiática, intentó como fuerte los szechuan shrimps, a pesar de la previa advertencia del mesero, ya que la cocina szechuan es famosa por ser caliente, picante y muy condimentada. Pero este plato contradijo el principio y a cambio de los aguijones del chile se presentó con una discreta salsa agridulce. Yo preferí el mero al vapor con salsa de fríjol negro, cubierto con julianas de cebolla y jengibre, y nadando en un hermoso plato oblongo con salsa de soya. La presentación me dejó encantado, pero al asumir el primer bocado vino lo mejor: una carne suave, tierna y jugosa, con esa textura que aporta la vaporera de bambú, y una explosión de sabores en la boca: perfectamente reconocible el perfume del jengibre al unísono con la sal de la soya.

Existen pequeños detalles, casi imperceptibles para el ojo ingenuo, que elevan la categoría de un restaurante. En China Club, por ejemplo, la vajilla es digna de comentar, es moderna, de diseño limpio y formas inesperadas, y da la impresión de que cada plato fue creado según las exigencias de la preparación que va a alojar. Y otro detalle más: Me encanta encontrar meseros tan impecablemente uniformados. Si se formaran en fila parecerían miembros de algún antiguo ejército chino.

Para terminar la noche, un helado casero de jengibre, una de las pocas opciones de postres que, por cierto, no figuran en la carta. El dueño del lugar, que se mantuvo todo el tiempo paseando de mesa en mesa para saludar a los comensales, me explicó que los postres son su lado flaco, y valoro su honestidad. Sin embargo, el helado estuvo cremoso y refrescante, ideal para acompañar un té verde servido en exquisitas tazas chinas y una galletita de la fortuna cuyo mensaje me hizo pensar en el futuro que me espera: “No todo está perdido aún”.

China Club.
Dirección: Centro Comercial El Retiro, tercer piso.
Teléfono: 376 4251.

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Desde la terraza de Via Maria

El puente pasado, domingo, desde la cómoda y estratégica terraza de Vía María, en la Zona T, y mientras saboreaba un Morandé Terrarum Chardonnay 2004, pude comprobar que quizá sea cierto todo lo bueno que se ha dicho últimamente sobre Bogotá en diarios de tanta resonancia como The New York Times y The Guardian. Y, en efecto, ya se empiezan a sentir los beneficios de tan halagadora propaganda: varios grupos de turistas disfrutaban de la noche, la comida y la hospitalidad bogotana, y como en una torre de babel pude identificar visitantes franceses, italianos e ingleses. Por cierto, al ver tal afluencia de comensales extranjeros pensé que es hora de que los restaurantes de cierta talla incluyan dentro de su personal al menos un empleado bilingüe para que se haga cargo de estas visitas.

La carta de Vía María, que recorrí esa noche, es bien particular, pues ofrece opciones italianas, como un paquete interesante de pizzas y pastas, junto con algunos platos chinos y peruanos, como la causa limeña que nunca me cansaré de ordenaren este lugar: papa amarilla atravesada por lonchas de aguacate y gruesos langostinos, con una salsa levemente picante. Pero lo importante es que este fogón está bien ajustado. El penne con orellanas y pancetta que probé me dejó muy satisfecho, y mi señora encontró su filete de salmón al limón suave, jugoso y ubicado en el justo término que se le debe dar a este tipo de piezas. Y es que hace poco Harry Sasson, con quien comparto esta página, aseguró que el término del pescado es tan digno de respeto como el de las carnes, y estoy de acuerdo: si algo me saca de mis cabales es un filete sobrecocido, reseco y tieso. Por suerte, este no fue el caso en Vía María.

A pesar de su bien ubicada terraza, que sirve de atalaya para ver y ser visto, el ambiente de Vía María podría estar mejor. Tienen buen servicio, justo pero bueno, sin carencias ni excesos. Tienen buena comida, afinada, rápida y presentada decorosamente. Pero el local, no sé si por frío o por oscuro, carece del sabor del que goza la carta. Estoy seguro de que una revisión a la experiencia en este lugar, tenedores aparte, podría ser benéfica.

Quizá lo que me preocupa, y que no me dejó pasar una noche fantástica en esa linda terraza, es la música. Leí en la última edición de la revista elgourmet.com que “el lugar más increíble o el plato más exquisito puede verse arruinado si el sonido es una gran bola confusa que obliga a esforzarse para hablar o escuchar”. Bueno, algo así ocurre en Via Maria, al menos en su terraza, porque termina uno tratando de rescatar la conversación que se hunde entre la pastosa música del local vecino. Ésta es una falla de la que adolecen muchos lugares, que no entienden que la música debe ser un condimento más de la velada, apenas perceptible pero perfectamente apreciable, como el azafrán en la paella.

Sin embargo, esto no fue problema para el grupo de comensales con acento londinense que disfrutaba, como yo, esta linda orilla de la T. Se les veía animados y satisfechos en medio de su conversación, probando sin recato tantos platos como les fue posible y descubriendo la faceta linda de la ciudad. Entonces, mientras tomaba el último sorbo de mi Chardonnay, confirmé que una noche en esta callecita peatonal, desde la terraza de Vía María y a pesar del barullo musical, sirve para resumir todo lo bueno que de Bogotá se ha dicho últimamente.

Via Maria.
Dirección: Calle 83 N° 12A-11.
Teléfono: 236 9854.

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Un firme puente entre Asia y Cuba

Esto de la globalización, lo confieso, no termino de entenderlo. Sus bemoles debe tener, especialmente si se tiene en cuenta el esmero con el que sus detractores rechazan esta tendencia. Sin embargo, a mí, que soy un sibarita confeso, más me ha hecho bien la ruptura de las fronteras. En eso pensaba esta semana, por ejemplo, sentado en una de las mesas del patio de Asia de Cuba, mientras terminaba un Undurraga Gewürztraminer 2005, fresco y dulce.

Y recordé allí justamente todo este lío de la globalización porque si existe un buen ejemplo de esta tendencia que ha hecho al mundo más chico es la carta de Asia de Cuba, consecuencia de la reunión afortunada de la cocina asiática y cubana, y que en 15 entradas y 13 platos fuertes se atreve a relacionar ingredientes y técnicas de las dos tradiciones gastronómicas. Es como un apretón de manos entre Mao y Fidel, pero a manteles. Nunca hubiera imaginado, por ejemplo, que una ropa vieja de pato, esa carne firme y sabrosa tan tradicional en China, resultara un interesante atrevimiento.

Mi señora adora la cocina cubana. Dice que es humilde y sin pretensiones, con el sabor del Caribe y el orgullo de la isla. Yo, por mi parte, me inclino por la amplísima cocina asiática, con la china como epicentro, con técnicas e ingredientes muchas veces desconocidos en occidente. De manera que los dos tuvimos lo propio y salimos satisfechos luego de hacer una ronda de entradas para compartir, que son el lado fuerte de la carta. Empezamos con las croquetas de cangrejo con salsa chipotle (jalapeños secos y ahumados, levemente picantes), rechonchas y generosas, jugosas en su interior y firmes por fuera. Luego los spring rolls de langostino con salsa picante agridulce, grandes, tostados y crujientes, sabrosos y abundantes en su interior. Le dimos paso después al Tuna Pica, una entrada con tamaño de plato fuerte compuesta por trocitos de atún fresco sobre una tostada asiática con almendras, coco, aceitunas y vinagreta de soya y limón. Este bocado en particular me arrancó sonrisas de satisfacción, así que lo que vino luego, un insólito rollo karate maki, con scallop, zuchini, espárragos y jengibre, no pudo opacar a su predecesor.

Pero, al parecer, el concepto de globalización no se limita a los fogones de Asia de Cuba. Tengo entendido, por lo que me contó mi señora, que este local es una franquicia presente en Nueva York, Buenos Aires y Lima, entre otras ciudades. Así que no me sorprendió encontrar un servicio al nivel de los mejores restaurantes que he tenido oportunidad de conocer. Nos recibió una host apropiadamente presentada, sonriente y cálida, que sugirió varias opciones de mesa, explicando los beneficios de cada una, y luego nos dejó en manos de Claudio, un bonaerense que estaba de visita. Bueno, pues deberían hacer algo para conservar a este personaje, porque nunca antes encontré un somelier tan amable y tan encantador, casi cómplice, que bromeó con nosotros y nos sugirió con acierto un buen vino. Luego Mary, nuestra mesera, nos condujo pacientemente durante la noche, se presentó con un protocolo digno de la diplomacia, con gentileza nos aconsejó los platos fuera de la carta y nos informó de los que por el momento no estaban disponibles, y siempre estuvo atenta a complacer nuestras más insistentes demandas.

Creo que una buena cena está compuesta por tres condiciones: compañía, comida y vino. Y creo que ésta es una idea universal, aunque no medie la globalización. Para mí, la noche fue más que buena en Asia de Cuba. Me divertí muchísimo y encontré un lugar cómodo, elegante sin opulencia y lleno de detalles de buen servicio. Por eso, a no ser por unas cuantas mesas, algunas ocupadas por candidatos quemados en las pasadas elecciones, me sorprende que el lugar estuviera casi vacío. No entiendo por qué.

Asia de Cuba.
Dirección: Calle 67 N° 7-38.
Teléfono: 235 9636.

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Las inequívocas líneas de Nazca

Sobre la cuadra ocho del jirón Huanta, en el centro de Lima, está la Plaza Italia (antes de Santa Ana), por la que pasé hace unos meses para comprobar lo que ya es vox populi en el continente. En esa plaza, los sábados, la municipalidad organiza una feria gastronómica para promover la cocina tradicional peruana, una de las más interesantes de Suramérica. Allí, y lo digo sin sonrojo, me enamoré perdidamente, de una manera casi pasional, de la causa limeña, de la papa a la huancaína, del tacu tacu de lentejas y del chupe cuzqueño, todo acompañado con una tradicional Inca Kola.

La cocina peruana es magnífica, y ahora que se ha puesto de moda en otras capitales, qué emocionante es encontrar en Bogotá la misma sazón, casi exacta, que disfruté en la Plaza Italia. El lugar es Nazca, un restaurante moderno, de finísima arquitectura y mobiliario a la altura, sobrio y elegante, digno de una trascendental cena de negocios, aunque un poco intimidante y rígido.

En cuestiones de modas hay que andar siempre con prudencia porque, al igual que lo que ocurrió cuando Bogotá se llenó de barras de sushi, algunas decorosas pero la mayoría desastrosas, puede terminar uno seducido por un espejismo. No es el caso de Nazca. A pesar de su ambiente excesivamente glamoroso, casi esnob, lo realmente importante está en sus fogones y no en el comedor, y si uno logra abstraerse de las luminarias encontrará la raíz del lugar: una cocina peruana honesta, sin pretensiones, bien elegida entre mar, tierra y aire, y meticulosamente respetuosa con los ingredientes típicos del país vecino.

Por suerte mi mesa era grande, así que pude repasar un buen número de platos, empezando por el ceviche típico peruano, presumido con razón, fresquísimo y firme; un tiradito de corvina con limón y ají amarillo y una causa del mar con pulpa de langostinos que resultó ser una verdadera joya, levemente picante, gracias a la cual descubrí que los langostinos y la papa amarilla se llevan de maravilla. Los platos fuertes fueron una apasionante ceremonia, con un ají de gallina que permite disfrutar del sabor del ají antes de clavar sus punzones; un seco de cordero (tiernas costillas cocidas con chicha de jora, un fermentado muy popular en Perú, y cilantro). También probamos el locro con langostinos flambeados sobre una salsa de zapallo (ahuyama) y queso fresco, muy suave y con un leve dulzor que destaca el sabor yodoso de los langostinos frescos.

Aparte de las pretensiones de su fachada, que es, digamos, un sofisma de distracción, y del servicio justo pero adecuado, y del ambiente esnob pero de alguna extraña manera acogedor, y de la buena presentación de los platos, lo realmente interesante de Nazca está en el menú, que abre con una acertada selección de piqueos (me quedé sin probar la papa a la huancaína, que puede ser la excusa adecuada para volver) y luego se debate entre la cocina chifa, hija del matrimonio culinario entre la tradición peruana y los inmigrantes chinos, y platos provenientes de las ancestrales raíces gastronómicas del Inca, los mismos que encontré esa deliciosa tarde de sábado en la muy limeña Plaza Italia.

Nazca.
Dirección: Calle 74 Nº 5-28.
Teléfono: 321 3459.

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Una tarde en Café Amarti

Invité a almorzar a una vieja amiga que lleva ya unos años radicada en Chicago y poco viene por estas tierras. Quería sorprenderla mostrándole cómo ha cambiado Bogotá desde cuando emigró, que se ha vuelto un poco más amable, más divertida, a pesar del inconcebible desorden que aún impera en las calles. Y acerté al elegir para esto el Café Amarti, porque desde su deliciosa terraza, y más en un día de sol, se tiene una panorámica de una de las zonas más lindas de la ciudad: El parque de Usaquén, con su arboleda que agita el viento de a pocos, el caminar lento de los transeúntes y, a medio día, grupitos de niños alegres y de mejillas coloradas jugando golosa. Bajo ese cielo azul, oculto a medias detrás del verdor de los urapanes, mi almuerzo estaba casi saldado en positivo.

Amarti es uno de los bastiones de Leo Katz, uno de los empresarios que le dieron empuje a la industria de los restaurantes en Bogotá. Es un lugar sosegado que ocupa una casona junto al parque, con un portón robusto y, adentro, un par de salones espaciosos cuyo ambiente me recuerda la casa que mi abuela tenía en la Sabana, de paredes de adobe pintadas con carburo y gruesas vigas de madera, en la que almorzábamos ajiaco cada domingo con la familia. Pero, insisto, la terraza es el mejor comedor del lugar.

Con un par de tragos de Bombay Sapphire y tónica como prólogo, y unos bococcini de mozzarella para abrir el apetito, pasamos a la carta de comidas. Es cocina clásica italiana la de este lugar, bien elegida y con un surtido interesante de pizzas al horno y risottos. Para empezar pedimos unos calamares con vino blanco en salsa de tomates italianos cirio picante y unas albóndigas con salsa napolitana. Las dos estuvieron bastante emocionantes, con leves matices picantes y la irresistible frescura del tomate y la albahaca que conjugaron perfectamente con el sol del momento, aunque las albóndigas no estaban tan jugosas como las esperaba. Lo que más me gusta de la cocina italiana, y la opinión la comparto con mi señora, es que por su sencillez en la mayoría de recetas los sabores se presentan precisos, sin dudas, evidentes y naturales. Luego vino el plato fuerte, con el que se destempló un poco la tarde. Mi medio pollo al horno aromatizado con romero resultó espectacular, de piel tostada y carne jugosa, pero el risotto con azafrán, pimentón, arvejas, calamar y tomate fresco que eligió mi buena amiga llegó a la mesa presentado de una muy lamentable manera, desparramado en un plato pando. Al ver esta dudosa imagen no pude más que recordar las películas en las que los presos hacen fila frente a un caldero enorme y uno a uno reciben cucharadas de una masa informe. Entonces concluimos que lo que estuvo muy bien en cuanto al sabor fue desastroso en la presentación, igual con mi rico pollo y con los calamares de entrada.

Ahora que la cocina se acerca en términos estéticos al arte, ahora que uno encuentra platos que dan ganas de dejarlos a un lado para no estropearlos, la buena presentación es una obligación tan ineludible como la buena sazón. Incluso, recuerdo una cena en un restaurante bogotano en la que uno de los comensales, un italiano de visita, sacó su cámara para tomarles fotografías a los platos. En fin, el risotto delicioso, con el sabor del azafrán definido y la justa textura, pero terriblemente presentado. Y es que al final es cierto que la comida entra por los ojos. Por eso, mi amiga prefirió gozar con la vista de los niños jugando en el parque y alejar su mirada del plato: “Muy rico”, me dijo, “pero no lo veas”.

Café Amarti
Dirección: Calle 119 Nº 6-24.
Teléfono: 214 9184.
teodoromadureira@hotmail.com

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La cocina de Leo

“La cocina es como el sexo”, me dijo un día mi señora, “si no se le mete creatividad, se vuelve aburridísimo”. Aparte de la indirecta, tiene razón. La cocina, al igual que los asuntos de cama, debe renovarse constantemente, cambiar y reinventarse. Sólo así es que se puede disfrutar una y otra vez.

Por eso, cuando visito un restaurante en el que el punto sobresaliente es la creatividad de su cocina, no puedo más que emocionarme. Perdonen si me salgo de proporción, pero para mí resulta tan intensa esa experiencia como una noche de aniversario con mi señora. Eso me ocurrió esta semana cuando llegó a mis manos la nueva carta de Leo, Cocina y Cava, uno de los restaurantes que han evitado la desaparición del mapa gastronómico de un sector tan rico como La Macarena.

Según supe, la chef del lugar, Leonor Espinosa, dejó la vida artística para meterse a la cocina, en donde, visto está, sabe sacar mejor provecho. Es la creadora, por ejemplo, de varias cartas memorables, como la primera de Matiz y la que hizo famoso durante unos años a Claroscuro, el precursor de la Zona G. Ahora se atrevió a montar su propio fogón, y lo hizo justamente en La Macarena, en medio de una callejuela peatonal que da una idea de lo atractiva que podría llegar a ser esa tradicional zona de Bogotá.

Para empezar, la carta de vinos es extensa geográficamente, bien explicada y con apuntes de cata para cada cepa, lo cual me ayudó a la hora de elegir un Newen Shiraz de 2004, proveniente de la fría Patagonia (“De la bodega del Fin del Mundo”, decía), ácido y refrescante, que resultó ser un delicioso descubrimiento. Lástima que no cuenten en el lugar con un somelier que ayude a aclarar la experiencia con el vino. Y lástima también, pasando ya a otros campos, que el delicioso pan caliente y oloroso llegue tarde a la mesa, ya cuando uno empieza a asumir las entradas. Y no digo que lo uno o lo otro sea absolutamente necesario, pero ayudarían a perfeccionar lo que ya es bueno. Las entradas estuvieron a muy buen nivel: un ceviche de pulpo fresquísimo con vinagreta de vino tinto y un cayeye de guineo verde en puré con langostino rebozado en queso costeño, coctelito de camarón y pulpito asado con salsa de ají. Al parecer, este es uno de los platos “punta de lanza” de Leo, y es bastante particular, no sólo en su presentación limpia y moderna sino también en su sabor: cada uno de estos bocados es diferente y sorprendente, de un sabor justo, adecuado, modesto, que no incomoda.

La cena continuó con un arroz de frutos del mar con salsa inglesa, eneldo y jerez, y debo confesar que pocas veces he visto en un arroz verduras tan frescas, tan crocantes y sabrosas. El filete de pargo con arroz criollo y salsa de caracol, envuelto en hojas de plátano y asado al carbón es un show en la mesa. ¡Parece un tamal de pescado! La presentación es lindísima, exótica, digna de los estrafalarios manjares de la costa Caribe. Y para terminar, un helado de Kola Román que me hizo pensar que los Román de Cartagena descuidaron un buen negocio al dedicarse exclusivamente a las gaseosas.

Pero más que la comida, que en realidad está muy bien por creativa e innovadora, lo mejor de este restaurante es la atención de su equipo de meseros. No sé en dónde ni cómo los capacite Leonor, pero el resultado es digno de imitar, y define aquello de que el buen servicio consiste en entregarle al comensal lo que quiere antes de que lo pida.

Para resumir, este es uno de los lugares que impulsan el desarrollo de la gastronomía local, no sólo porque se arriesga a innovar radicalmente en la cocina sino también porque marca una pauta en el servicio que los demás restaurantes deberían seguir. Salí feliz cuando lo visité, satisfecho, tanto que a mi señora y a mí nos invadieron las ganas de adelantar un poco nuestra noche de aniversario.

Leo Cocina y Cava.
Dirección: Calle 27B Nº 6-75.
Teléfono: 286 7091.

teodoromadureira@hotmail.com

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Precio $$$

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El lastre de Niko Café

Soy un comensal y nada más. Por eso, ahora que empiezo con esto de la crítica, me siento como atorado. No será fácil señalar aciertos y errores por igual, ya que la percepción de la cocina corresponde a un ámbito tan subjetivo como lo puede ser el amor. Quizá lo que para usted es un detalle sin importancia, para mí significa la piedra angular de la experiencia gastronómica, y viceversa. Por eso, como primer bocado de esta serie de columnas en las que calificaré los restaurantes colombianos, quiero asegurar que más que sentar cátedra lo que pretendo es aconsejar a otros comensales con mis opiniones.

Empecemos con un clásico. Es sorprendente que en la oscura y fría carrera 13 de Bogotá, en la Zona Rosa, se afinquen varios de los restaurantes más reconocidos de la ciudad, entre ellos Niko Café, al que fui a comer esta semana. Lo conocí hace un par de años, motivado por saber que pertenece a la misma casa del buen Di Lucca, así que compartiendo ADN no se podría esperar menos. Sin embargo, ahora que vuelvo el panorama es diferente. Hace dos años la Bogotá gastronómica era tremendamente subdesarrollada, tanto como el sistema de transporte de la ciudad, así que el rasero no estaba muy alto. Pero, al igual que Transmilenio trajo una revolución a las calles, los nuevos restaurantes metieron la revuelta a los manteles. Hoy, con locales de alta calidad como los que empiezan a surgir en Bogotá, no se puede perdonar que un restaurante top no esté al nivel. Además, los comensales se han educado, saben de vinos, disfrutan de los buenos ingredientes y no perdonan –y mucho cuidado con esto- ni la más mínima deficiencia en el servicio.

Comenzaré por el lado liso, para luego enfrentar el rugoso. El sábado pasado me atrajo un Morandé Terrarum Carmenere de la bien abastecida carta de vinos, pero luego fui informado de que no lo tenían, así que opté por la misma casa, pero en Malbec del 2003, que resultó ser una apertura acertada para lo que vendría luego. Para entrar, en mi plato un tartar de atún fresco, aunque en Bogotá la máxima frescura que se puede esperar es de cuatro o cinco días; de textura justa, sabor un poco tímido quizá aplacado por el perejil, y acompañado con unas tostadas de pan de campo. En el plato de mi señora, un ceviche peruano convincente, pero tímido en los tres ingredientes clásicos que hacen peruano el ceviche: el maíz choclo fresco y dulce, el irremplazable ají rocoto y la finas hojitas de algas del Pacífico. Luego, para el plato fuerte, un risotto di mare de excelente sabor, generoso en anillos de calamar y recatado en pulpitos y langostinos, y de textura exacta, lo cual es digno de resaltar en un restaurante que no se especializa en las técnicas de cocción italianas. Y un filete de mero fresco (“de la mar el mero y del campo el cordero”, como se dice en España) agitado por una salsa de maíz, tomate y cebolla, en una mezcla de sabores que nunca hubiera imaginado. Y esta es la parte de la noche cuando me emociono, cuando encuentro sabores que me sorprenden, que se salen de la clásica concepción de lo que debe ser una receta armónica y se atreven a explorar. Eso es, en resumen, lo que Picasso hizo con el arte.

Pero vamos al lado rugoso del asunto: hace mucho tiempo no me enfrentaba a una atención tan desafinada. Para empezar, poco nos guiaron con la carta de vinos, de manera que si yo no tuviera un algo de experiencia habría corrido el riesgo de una elección peligrosa; y ya en mi mesa, nunca un mesero se animó a abastecer las copas a medida que se iban vaciando. Luego, a pesar de contar con un sistema de sonido decoroso, no salía música de allí, que es lo que en un restaurante sirve para moderar las conversaciones de las mesas. El resultado fue un caldo de conversaciones en el que todos prestaban más atención a la charla de al lado que a la propia. Está bien, pasa lo de la música y lo del descuido con los vinos, digo, pero lo que no puedo entender es la falta de cortesía de no ofrecer pimienta al comensal, y tardar una eternidad en llevarla a la mesa cuando se solicita. Esto lo que demuestra es una pizca de desidia y, repito, ahora que en Bogotá se disfruta de una revolución a manteles, no es ni imaginable en un restaurante de primera categoría.

La comida bien, para resumir. Nada que emocione realmente, pero cumple con el mandato de buena preparación, buen sabor y buena presentación. Si se quiere comer sin contratiempos, este es el lugar. Lo del servicio sí es un tema que no se debe pasar por alto, porque una falla en este campo hace olvidar la buena experiencia gastronómica, y se puede convertir en un lastre capaz de mandar a pique a cualquier restaurante.

1 + + Comida
2 + + Creatividad
3 + + Presentación
4 + + Carta de vinos
5 + Ambiente
6 Atención
Total 9 de 18

Precio $$

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